Era viernes por la mañana y el país amanecía con otro presidente. En las calles, el tráfico no cambió, los mercados abrieron, los niños fueron al colegio y las combis siguieron peleando centímetro a centímetro en la Vía Expresa. Afuera, el ruido político era ensordecedor. Adentro, en las casas y oficinas, lo que reinaba era una mezcla de resignación y costumbre: ya nadie se sorprende.
Cristina Luna
El reloj marcaba las siete de la mañana y José ya estaba en la cola de la municipalidad. Quería sacar un permiso para abrir su pequeña panadería en San Juan de Lurigancho. Llevaba carpetas con copias, fotos tamaño carné y un fólder azul donde guardaba los recibos que había pagado.
En una bodega de La Molina, doña Carmen hace cuentas con su cuaderno manchado de grasa. Anota cuánto le debe su primo por la gaseosa fiada y cuánto gastó en reponer la harina. Mira el saldo y suspira: no alcanza. No es que no venda; lo que ocurre es que todo sube y sus ingresos no acompañan.
En la ventanilla del ministerio, Gustavo por fin sonríe. Tras años de contratos CAS que lo trataban como trabajador de segunda, hoy sabe que recibirá su gratificación completa y la CTS al 100%. Su alegría es genuina, y debería ser la nuestra también: ningún peruano que cumpla con su trabajo merece ser discriminado por el tipo de contrato que firmó.
En el mercado de la Av. La Molina, doña Rosa acomoda pollos en su vitrina de metal. Sonríe cuando algún cliente le comenta que “el precio está bajando”. Pero la sonrisa dura poco: aunque el kilo de pollo cueste hoy unos céntimos menos, al final del día la venta no alcanza para cubrir la deuda del pequeño préstamo que pidió para sostener su negocio.
Hace unos días, mientras esperaba un taxi bajo la lluvia limeña, escuché a dos jóvenes discutir sobre cómo estirar su sueldo frente al alza de precios. Uno de ellos decía: “Si el gobierno proyecta que todo crecerá 3 %, ¿por qué yo siento que mi billetera se encoge?”. Esa frase refleja una distancia cada vez más grande entre las cifras oficiales y la vida cotidiana.
En un mercado de Jesús María, doña Elvira acomoda los tomates mientras hace cuentas en una libreta que le regaló su nieto. El precio bajó unas monedas respecto al mes pasado, y aunque sigue alcanzando lo justo, siente un pequeño alivio. Son gestos casi imperceptibles, pero en la vida cotidiana el costo de las cosas dicta la tranquilidad de las familias.
A las seis de la mañana, mientras la ciudad todavía bosteza, Carlos enciende las luces de su taller textil en San Juan de Lurigancho. Las máquinas despiertan poco a poco y él ajusta los hilos con la misma paciencia con la que revisa sus cuentas.
En Santa Rosa de Loreto, el sol golpea con fuerza mientras las lanchas descargan sacos de yuca, pescado fresco y algunos paquetes con pan llevar que llegaron desde Iquitos. La radio comunitaria crepita con una noticia que interrumpe la rutina: desde la otra orilla, un presidente (que no es el suyo) afirma que la isla donde viven “no es del Perú” y que allí hay “autoridades de facto”.
La señora Marta tiene 62 años y un sueño modesto: abrir una bodega en el primer piso de su casa. En su barrio todos la conocen, y muchos ya le han dicho que estarían encantados de comprarle el pan, el azúcar o las galletas sin tener que caminar ocho cuadras hasta el mercado. Pero desde hace cuatro meses, su sueño se ha topado con una pesadilla: el papeleo.
Era lunes, y en la losa deportiva del colegio estatal de Ayacucho, un profesor sostenía con esfuerzo el asta mientras un grupo de niños que apenas habían desayunado, vestidos con polos desiguales y zapatos polvorientos, entonaba con emoción el Himno Nacional. La bandera flameaba con timidez, algo deshilachada por los años y el sol, pero seguía allí, orgullosa, cumpliendo su papel.
Primero pensó que eran los zapatos altos. El dolor en los pies, el cosquilleo que le robaba el equilibrio, la rigidez al caminar. “Sentía como si un nervio me impidiera mover los músculos”, recuerda desde su sala en San Martín de Porres. Luego vinieron las piernas, después las manos. Y lo que parecía una molestia pasajera se volvió permanente.
A las seis de la mañana, César enciende el motor de su auto y reza en silencio. No es devoto, pero desde que empezó a manejar con una app de transporte, aprendió a pedirle al día que sea justo. Que no lo asalten, que haya demanda, que el tráfico no le arranque la paciencia. Su hija menor, en pijama, lo abrazó antes de salir. Le pidió un chocolate para el frío para cuando regrese.
En Jibito, un centro poblado de Sullana (Piura), la tierra empieza a contar una historia distinta. Donde antes solo había residuos agrícolas y hectáreas exhaustas, hoy se levanta la primera planta industrial de biochar del Perú, impulsada por la empresa belga Inspiratus Technologies.
El río Pastaza lleva petróleo, pero también lleva muerte. Desde octubre de 2024, el Oleoducto Norperuano vertió al menos 40 barriles de crudo en este afluente esencial para la vida del pueblo Achuar, en Loreto. Han pasado más de siete meses y el Estado sigue ausente. Once personas han muerto —entre ellas seis niños— y más de 70 presentan síntomas graves de intoxicación por metales pesados.
En política fiscal, el optimismo no es una virtud, es un riesgo. El reciente Comunicado N° 03-2025 del Consejo Fiscal (CF) no necesita adjetivos para ser contundente: el gobierno está construyendo su estrategia presupuestal sobre estimaciones frágiles, ingresos transitorios y decisiones que comprometen la sostenibilidad del país.
El reciente lanzamiento de Kiwi, una health-tech que promete facilitar el acceso a tratamientos médicos a través de financiamiento, plantea una reflexión sobre las soluciones privadas ante un sistema de salud que, a pesar de los esfuerzos, no logra cubrir las necesidades de todos los ciudadanos.
La reciente designación de José Salardi como ministro de Economía y Finanzas puede marcar un giro significativo en la gestión económica del Perú. Con un déficit fiscal que supera las expectativas y un panorama económico complejo, Salardi asume un cargo clave con la premisa de tomar medidas firmes para corregir el rumbo.