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Derechos sin atajos

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Fecha Publicación: 19/09/2025 - 20:10
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En la ventanilla del ministerio, Gustavo por fin sonríe. Tras años de contratos CAS que lo trataban como trabajador de segunda, hoy sabe que recibirá su gratificación completa y la CTS al 100%. Su alegría es genuina, y debería ser la nuestra también: ningún peruano que cumpla con su trabajo merece ser discriminado por el tipo de contrato que firmó. El Estado, más que nadie, debe ser ejemplo de respeto a los derechos laborales tal como le exige a todos los privados.
Que se celebre este logro no significa ignorar las preguntas que laten detrás. Porque la discusión de fondo no debe ser cuánto cuesta reconocer la gratificación o la CTS —eso es justicia elemental—, sino si tenemos a los trabajadores que el país necesita en la cantidad y calidad correctas.
El verdadero debate no está en los beneficios, sino en la forma en que se ha llenado la planilla pública durante años para pagar favores políticos: ¿cuántos fueron contratados por mérito y necesidad del servicio, y cuántos por una simple cuota política?
El régimen CAS se prolongó dieciocho años como un parche que justificaba precariedad. Miles de personas sostuvieron oficinas, colegios y hospitales bajo reglas temporales que nunca acababan, y cuando sucedía se iban sin un centavo de respaldo. Hoy que se reconocen sus derechos, el espejo se vuelve incómodo: el problema no era el trabajador, sino el sistema que lo usaba como ficha intercambiable de acuerdo al humor del político de turno.
Y eso nos obliga a mirar más allá del alivio inmediato: ¿qué tipo de Estado hemos construido? Hemos aprendido a normalizar que el aparato público crezca al ritmo de la presión política y no de las necesidades reales del ciudadano. ¿El resultado? Una factura grande y aún más grande la insatisfacción del ciudadano cuando debe hacer un trámite. Así contamos con ventanillas saturadas, expedientes que lentamente avanzan, aulas sin maestros suficientes o postas sin médicos que muestran que no basta con pagar bien: hace falta contratar mejor.
El respeto a los derechos no está en discusión; lo que sí debemos discutir es cómo aseguramos que cada puesto en la administración pública responda a un servicio concreto, útil y bien ejecutado. No se trata solo de sumar beneficios, sino de recuperar calidad del servicio civil.
Un Estado que respeta a su trabajador pero al mismo tiempo se exige eficiencia manda un mensaje doblemente potente: justicia y responsabilidad. El problema no es el derecho laboral —ese debe cumplirse siempre—, sino el desorden que permite que la política convierta al empleo público en botín y no en servicio.
La historia de Gustavo debería dejarnos una enseñanza: ningún derecho llega demasiado temprano, pero cada derecho exige responsabilidad de ambos lados. Los trabajadores deben recibir lo que les corresponde, y el Estado debe garantizar que cada contratación responda a una misión clara. Solo así lograremos que la fila en la ventanilla no sea símbolo de frustración, sino de un país que aprendió a hacer bien las cosas desde adentro.

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