Sueños que se aplazan
El reloj marcaba las siete de la mañana y José ya estaba en la cola de la municipalidad. Quería sacar un permiso para abrir su pequeña panadería en San Juan de Lurigancho. Llevaba carpetas con copias, fotos tamaño carné y un fólder azul donde guardaba los recibos que había pagado. Mientras avanzaba lentamente, pensaba en el horno que había comprado a crédito, en las manos de su hijo que ya aprendían a amasar, en el aroma del pan caliente que imaginaba llenando el barrio.
Cada paso en la fila era un sueño adelantado. Cada sello que faltaba, un sueño aplazado.
La historia de José se repite en miles de esquinas del país. Jóvenes que quieren abrir una barbería, madres que se animan a emprender un negocio de ropa, agricultores que buscan asociarse para vender mejor su café. Todos ellos cargan la misma mochila invisible: trámites que no terminan nunca, reglas que cambian según la ventanilla y funcionarios que parecen más preocupados en frenar que en ayudar.
La ilusión se topa con un muro de papeles que se multiplican como hongos en la humedad.
En el mercado, esa frustración se siente en el bolsillo. Las familias que buscan empleo escuchan promesas de crecimiento, pero encuentran contratos temporales, horarios rotos y la sombra de la informalidad. La economía peruana, que alguna vez fue motor de esperanza, parece moverse con freno de mano: siempre se habla de futuro, pero nunca llega del todo. Y la expectativa de vivir mejor se convierte en resignación silenciosa.
Lo que ocurre no es solo un problema de procedimientos, sino de visión. Hemos aprendido a normalizar la idea de que progresar es casi un privilegio reservado para quienes saben “moverse” en el sistema. Como si el derecho a emprender, trabajar o crecer necesitara siempre de padrinos o favores. En economía, a esto se le llama “costos de transacción”, pero en la vida real se traduce en horas perdidas, dinero que se gasta sin razón y oportunidades que nunca se materializan.
Lo realmente grave es que este círculo de expectativas incumplidas alimenta la desconfianza. Cuando un joven ve que abrir un negocio es más difícil que conseguir un préstamo informal, el mensaje que recibe es devastador: no vale la pena hacer las cosas bien. Y esa desconfianza se contagia a la política, a las instituciones, a la idea misma de país. Porque si crecer significa tropezar con trabas, lo más sencillo es dejar de intentarlo.
Por eso es urgente replantear el camino. No se trata solo de fiscalizar o de acumular más reglas, sino de entender que cada papel innecesario es un sueño que se retrasa. Lo urgente no es castigar al que intenta producir, sino facilitarle el camino. Menos normas y más confianza en el ciudadano es la única forma de transformar la expectativa en oportunidad real.
Cuando José salió de la municipalidad, el sol ya se escondía detrás de los cerros. Le faltaba aún un sello más, una copia más, un pago más. Al caminar hacia su casa, pensó que el horno seguiría apagado un día más. Esa es la imagen que deberíamos recordar: un horno frío donde pudo haber pan caliente para un barrio entero.
En ese horno detenido caben los sueños de millones de peruanos. Y mientras no entendamos que el verdadero progreso empieza por dejar de aplazar expectativas, seguiremos caminando en círculos con la ilusión en las manos y la realidad en pausa.
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