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Harold Alva

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Escritor, editor y analista político. Ha publicado una veintena de libros, entre los que destacan Lima: la épica del desastre (2012) y Ciudad desierta (2014). Dirige los Seminarios Abiertos de Formación, Editorial Summa y el Festival Internacional de Poesía Primavera Poética.

Vestía un pantalón jean, botas, una camisa celeste y un chaleco de cuero. Yo observé cómo ingresó al restaurante, sorprendido por su entusiasmo, por su sonrisa de charro bonachón y su porte imponente. Fue el primer Poeta mexicano que conocí en mi vida. Era Concepción, Chile, noviembre del 2014.

Los poetas y gestores culturales Gabriel Chávez Casazola, Valeria Sandi y Alex Aillón Valverde, tuvieron la hermosa visión de celebrar el bicentenario de Bolivia organizando una ruta poética que fue de Santa Cruz, Sucre, Potosí a Uyuni.

Estoy en Camiri, una localidad de la región de Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia. Participo en la séptima edición del Festival Internacional de Poesía Jauría de Palabras, que dirige la poeta y abogada Valeria Sandi. “Para qué sirve la poesía si no es para encontrarse”, escribió hace décadas nuestro inmortal Omar Lara, maestro de una generación que no se cansa de abrazar su ejemplo.

Leí a Ena Columbié gracias a su compatriota, la poeta cubana radicada en Miami, Lizette Espinosa. Columbié es licenciada en Filología. Ha escrito diversos ensayos de crítica artística y literaria. Ha publicado los libros: “El Exégeta”, “Ripios”, “Isla”, “Luces”, “Confesiones de un idiota”, “Piedra”, “Aqua”, entre otros.

No lo conocí, no fui su amigo, no estoy entre quienes se solidarizaron para entregarle una cristiana sepultura, pero he leído conmovido cómo sus amigos hicieron lo imposible para así sea. El 6 de abril las redes sociales dieron la noticia: “Ha fallecido el tío Factos”.

Año 2000: gracias a Héctor Ñaupari conseguí invitación para la presentación de “La fiesta del Chivo”, en la Universidad de Lima. Esa noche viví una de las anécdotas más hermosas de mi vida. Ingresé al ascensor que me llevaría al sótano, se cerraron las puertas y me percaté que una de las personas que estaba en el ascensor era Mario Vargas Llosa.

El primer libro que leí en la infancia fue una antología poética de Rubén Darío que mi padre me obsequió cuando retornó de una de sus comisiones. Yo era el niño que declamaba en las verbenas: “Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. / Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.

Cuando Papá se refería a México nos enseñó que podíamos ser parte de un lugar escuchándolo. México era entonces Antonio Aguilar, Jorge Negrete, Pedro Infante y Miguel Aceves Mejía. Yo lo honraba vistiendo sus atuendos en las verbenas del colegio. Fue así hasta que conocí la poesía de Amado Nervo, a los nueve años; de Octavio Paz a los trece y de Jaime Sabines a los quince.

La noche ha caído sobre la poesía peruana. En veinte días nos deja una estela de muerte que conmueve y perturba. La vida, esa gran certeza, aquel milagro que nos sostiene sobre la adversidad de enfermedades, accidentes o pandemias, tiene en la muerte ese puñal que la amenaza. Se nace y se muere, el resto es anécdota, decía el Poeta.

La primera imagen que tengo de Nicolás Yerovi se remonta a 1996: el Centro de Estudiantes de Medicina de la Universidad Nacional de Trujillo convocó a los Juegos Florales Interuniversitarios “Luis Hernández Camarero”. A los 17 años, con un libro publicado, imaginaba que no había ningún poeta de mi generación capaz de derrotarme en un concurso.

Hay poemas que conectan espontáneamente. “Los que tienen éxito en los recitales”, afirmó el poeta boliviano Gabriel Chávez Casazola en una de nuestras tertulias. Acabo de culminar “Antícona” de Antonio Sarmiento, el poeta de los dos puertos: nacido en Chimbote en 1966 y radicado en el Callao hace algunas décadas.

Llegué a Lima en diciembre de 1998. Vivo en esta ciudad hace veintiséis años. Inevitable no amarla. Yo, el otrora desarraigado, encontré aquí un lugar para echar raíces. Aquí reposan los cadáveres de mis padres. Cuando creí que las había perdido, entendí que están aquí: mis muertos son mis raíces.

“Es simple nuestro amor/ sin estallidos/ como una de esas casas/ con helechos/ y alguna que otra rana/ intempestiva.” Así describió, Claribel Alegría, la temperatura de su amor. Sin retoricismos ni impostaciones: clara y directa, precisa.

Coincidimos, por primera vez, en una entrevista vía zoom, para el festival “Luna de locos” de Pereira (Colombia). Yo sabía de ella desde hace más de una década. Ese primer contacto fue especial: significó confirmar su dimensión no solo como la poeta más importante de Panamá, sino como una de las más importantes de Iberoamérica.

Voy a tomar prestada una palabra que utiliza muy bien el poeta peruano salmantino Alfredo Pérez Alencart: “gratitudes”. Gratitudes a quienes hicieron del 2024 un año de sorpresas. Gratitudes a mi compañera Gisella Aguilar por hacer míos sus sueños.

Desde hace algún tiempo soy parte de un grupo de amigos con quienes me reúno casi todos los sábados. La invitación llegó por mi primo José Luis Alva quien nos invitó a Gisella y a mí a disfrutar un fin de semana en su casa de playa. Éramos veinte personas alrededor de una fogata, o cantando en un karaoke donde no pocos peleábamos por el micrófono.

“Nadie se muere de verdad si queda en el mundo quien respete su memoria”, decía Juan Bosch. Federico Díaz-Granados, el notable poeta y gestor cultural colombiano, cumple a cabalidad esta máxima al abordar, en su más reciente publicación, una enfermedad transversal; acaso el mayor golpe cuyas réplicas nos hacen temblar a todos.

¿Por qué la poesía perturba? ¿Por qué su abrazo poblado de misterio? Son las preguntas que me deja “El florero amenaza con hablar” (Máquina purísima, 2024), el más reciente libro de poemas de Miguel Ángel Zapata.

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