Gino Ceccarelli es uno de los artistas más importantes que nos ha entregado la amazonía. Tengo el privilegio de contarlo entre mis amigos.
Harold Alva
Escritor, editor y analista político. Ha publicado una veintena de libros, entre los que destacan Lima: la épica del desastre (2012) y Ciudad desierta (2014). Dirige los Seminarios Abiertos de Formación, Editorial Summa y el Festival Internacional de Poesía Primavera Poética.
Hace unos días le confesaba a una persona muy querida que a pesar de anunciar mi retiro de la gestión cultural, eso es algo que no podré cumplir. Recordé entonces a la poeta Taty Torres Diaz cuando escribió que conoció a un poeta que todas las noches renunciaba a lo mismo y al día siguiente tenía un nuevo proyecto. Creo que como él, llevo la misma marca.
Cuando falleció mi madre, asediado por el vacío, encontré un punto de apoyo en un viejo hábito: fumar. Yo dejé el cigarrillo hace diez años. Estos días, reencontrarme con esa estela de humo escribiéndose en mis manos, fue como volver a una antigua derrota. Sucede que uno quiere creer que a medida que pasa el tiempo, el dolor disminuye, craso error, el dolor siempre es ascendente.
D os días en Bogotá fueron suficientes para entender que sí es posible el respeto a los protagonistas de la cultura cuando la voluntad involucra al Estado y a las instituciones privadas. En tres semanas he sido testigo de un sinnúmero de actividades: el Festival Gabo que le entregó el Premio a la excelencia al escritor mexicano Juan Villoro, en el auditorio principal del Gimnasio Moderno.
El primer recuerdo que tengo de mi madre es sosteniéndome fuerte para que no desconcentre la atención y termine el dibujo. Estábamos en Los Órganos, mi padre era policía, sus colegas de control de carreteras se jactaban del talento de sus hijos. “Mi hijo tiene tres años y baila marinera”, dijo uno. “El mío tiene cuatro y escribe con lapicero”, agregó otro. “Mi niña tiene dos años y canta”.
La tarde del viernes, en Bogotá, le comenté a la poeta Yirama Castaño Güiza, que no había probado ningún plato típico del Pacífico colombiano. Mi amiga entonces me recomendó “El Caracol Rojo”, un lugar en la 53 de Barrio Galerías.
Me gusta la lluvia de Bogotá, su aire que limpia el cielo para entregarle a mis ojos otra precisión de sus montañas.
Esta ha sido una campaña caníbal, la prueba más contundente de la degeneración de nuestra política. Basta detenerse en alguno de los debates para confirmar la mediocre visión de los candidatos. Hoy, sin embargo, tenemos que elegir, que ingresar a la cámara secreta para marcar por alguien en nuestra cédula de votación.
Sobre mí pueden decir muchas cosas: me pueden acusar de conservador en un tiempo donde se confunde la libertad con el libertinaje, dogmático en mis juicios en una época donde cómodo resulta ser heterodoxo y, aunque he guardado el filo de mi palabra, me he alejado del análisis político, nadie podrá calificarme de intolerante o antidemocrático.
La vida es cíclica, por eso Unamuno afirmaba que nuestra vida es una esperanza que se convierte en memoria.
“Y tú no puedes dedicarme algo así”, le dijo luego de leer la dedicatoria de mi libro, al tiempo que hacía un gesto compasivo y suplicante, que tuvo como reacción la carcajada de los comensales.
Escribir poesía exige estar atentos a su llamado, por eso yo no creo en poetas con horario. La poesía silba y lanza sus señales, aquellos símbolos que apenas capturamos como imágenes con los que intentamos traducir el lenguaje de la naturaleza. En la antigüedad, hablar con Dios, fue el don de los poetas, además sus palabras tenían propiedades curativas, la palabra del poeta tenía poder.
Editar es un oficio maravilloso. Esta semana estuve sobre la edición de ocho títulos, ocho nuevas obras que estoy seguro ganarán su espacio en el complejo panorama de nuestras letras. Ensayo, historia, novela, cuento, poesía. Quiero detenerme aquí. Acabo de inaugurar, en Summa, una nueva colección de poesía, una colección que reunirá lo más valioso y diverso de nuestra lengua.
El mundo que conoce continúa derrumbándose, su calle ha dejado de ser su calle, el frío del malecón ahora es un recuerdo, la imagen de un hombre con su casaca ploma, las manos en el bolsillo, respirando esa brisa, la llovizna que llega para tocar sus emociones y a los costados: nada, solo las viejas casas, el cruce peatonal que le indica que al otro lado de la avenida también se ríe y se celebr
Llegué al diario con la intención de escribir una columna política. Eso le manifesté a mi amigo Willy Ramírez, cuando me comentó sobre la posibilidad de escribir aquí. Y eso fue lo que le solicité a Antonio Ramírez Pando, director de Expreso. Willy tuvo la gentileza de llevarme a la oficina para presentarme a Antonio. Yo quedé impresionado con la sala de redacción y las rotativas.
Escribir poesía exige de todos los riesgos, por eso cuando pretendo leer un poema, acudo a él con la mente en blanco, sin actitud de censor, sin prejuicios, menos con ánimo crítico. Se trata de leer y punto, de trasladarme con su armonía, con su flashback de imágenes, con su inocencia.
Llegar a una ciudad y recordar la infancia, el olor a tierra mojada, las nubes como las manos de Dios, cerrándose, para entregarte agua. Tenía ocho años cuando conocí el relámpago, la lluvia cayendo vertical, mi padre hablándonos del abuelo con mi hermana menor sobre sus hombros, llorando, porque temía que se caigan los cerros.
Poetas como el recordado Giovanny Gómez, fundador del FIP Luna de Locos y Henry Alexander Gómez, reciente Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández, fueron ganadores del Premio Nacional de Poesía “Obra Inédita”, de Colombia, que organiza la Tertulia Literaria de Gloria Luz Gutiérrez y que dirige con diligencia el poeta Federico Díaz-Granados.