Evocaciones
El primer recuerdo que tengo de mi madre es sosteniéndome fuerte para que no desconcentre la atención y termine el dibujo. Estábamos en Los Órganos, mi padre era policía, sus colegas de control de carreteras se jactaban del talento de sus hijos. “Mi hijo tiene tres años y baila marinera”, dijo uno. “El mío tiene cuatro y escribe con lapicero”, agregó otro. “Mi niña tiene dos años y canta”. Entonces interrumpió mi padre: “Bah, mi hijo tiene siete meses y sabe dibujar el patrullero”. Las carcajadas fueron inevitables. De pronto se detuvo el Eppo, el transporte que iba hacia Máncora. Bajó mi madre conmigo, llevándole el almuerzo a mi padre. Dicen que papá me miró con ternura, puso el lápiz en mi mano, señaló el patrullero y me pidió que lo dibuje. Los testigos de aquella escena afirman que yo miré el patrullero, luego hice dos círculos, una línea, otra línea, hasta terminar con la réplica del vehículo que estático posaba como mi primer modelo. Los policías no terminaban de entender lo que estaba pasando. Yo no recuerdo nada de aquello, solo los brazos de mi madre sujetándome con fuerza para que no me caiga. Otra escena sucedió a los seis años cuando me llevó a la pollería San Agustín y me presentó el plato más delicioso del planeta. Era fin de mes, en Trujillo, me pidió que la acompañe a comprar zapatos en la avenida España, como gastó menos de lo presupuestado y yo fui paciente en el recorrido, su forma de premiarme fue invitándome a comer el primer pollo a la brasa de mi vida. Mi padre me enseñó a leer y escribir a los cuatro años, eso en lugar de hacerme un niño amiguero, me aisló de mis compañeros, mientras yo quería leer alguna historieta o escribir otra composición sobre mis vacaciones, los niños jugaban ludo o damas; fui entonces el infante negado para los campamentos y el fútbol, la criatura irascible y sin paciencia que un día cuando se imaginó cantante, subió al estrado con una escoba, cual, si fuera su guitarra y, en el momento del coro, pisó mal el estrado y resbaló convirtiéndose en la burla de todos. Yo tenía los ojos empapados por la vergüenza buscando cómo escapar de aquellas risas. De pronto vi a mi madre acercándose para protegerme con su abrazo y llevarme a casa. No sé cómo apareció en la escuela, pero allí estaba, cuidándome, y yo abrazándola con el rostro cubierto de lágrimas. No sé si volveré a verla. Ahora que estoy en otra ciudad, sin mis hermanos, sin padre, sin cartas; siento la lluvia enjuagándome el alma, observo las colinas de Bogotá, escucho las imprecaciones del trueno y pienso en los años que no me cansaré de buscarla, cada vez que intente revivirla con mis palabras.
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