Arriesgados e intrépidos
Escribir poesía exige estar atentos a su llamado, por eso yo no creo en poetas con horario. La poesía silba y lanza sus señales, aquellos símbolos que apenas capturamos como imágenes con los que intentamos traducir el lenguaje de la naturaleza. En la antigüedad, hablar con Dios, fue el don de los poetas, además sus palabras tenían propiedades curativas, la palabra del poeta tenía poder. Por eso, en su expansión, los emperadores chinos los comisionaban para evitar enfrentamientos, los poetas eran responsables de persuadir a reyes y jefes tribales para su adhesión al imperio. Pero hicieron más: gracias a ellos quedaron registros increíbles. Con las formas estróficas, acudieron a la música para ir de pueblo en pueblo cantando historias que trasmitieron, oralmente, de generación en generación. Así conocimos La Ilíada, La Odisea, el Cantar del Mío Cid; la épica fue entonces el cable a tierra para aprender sobre nuestros antepasados. Por eso, la escritura, es el código más valioso para permanecer.
Cuando llega a mis manos un libro, no deja de sorprenderme su voluntad de compartir. Si se trata de un texto en verso libre me detengo en sus metáforas, en la construcción de sus figuras, me gusta medir la respiración del escritor, su intensidad en los encabalgamientos, desentrañar la cifra hasta escuchar su ruido ambiental, la sinfonía, el ritmo que estremece y logra capturarme. Sin embargo, cuando estoy frente a un libro en verso clásico es como si me trasladara en un viaje en el tiempo, a esos instantes cuando Virgilio, Petrarca, Dante, Quevedo o Shakespeare, se asombraban con el lenguaje, con la composición de sus estrofas, con el hallazgo de sus consonantes, con la determinación de sus acentos que hicieron de sus poéticas propuestas admirables. Sirva esta introducción para referirme a dos libros: “Una golondrina escapa de mi pecho”, de la cantautora colombiana Victoria Sur, y “Sonetos del náufrago”, del peruano Cosme Saavedra.
Dos autores nacidos en 1977 que, a contracorriente de sus contemporáneos, decidieron escribir en verso clásico, utilizando una de las formas estróficas más singulares y exigentes: el soneto. Sur, quien ya nos había demostrado en sus canciones su fijación por la poesía, no hace sino recuperar una tradición que empezó con los juglares, revitalizando el concepto de cantora; su libro es el repaso geográfico e intrahistórico que nos advierte sobre una voz que toma muy en serio la traducción del lenguaje de la naturaleza. Por su parte, Saavedra toma como punto de apoyo la épica, para construir un relato que tiene como protagonista al victimario de Cervantes en Lepanto.
Sensibilidad e imaginación en dos propuestas que dan cuenta sobre la vitalidad de una generación que asume con responsabilidad la creación, que ambos elijan el mencionado formato, es una clara muestra de que la poesía nos sigue entregando poetas arriesgados e intrépidos. Ambos, escriben sin horarios.
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