Siete de diez
Llegar a una ciudad y recordar la infancia, el olor a tierra mojada, las nubes como las manos de Dios, cerrándose, para entregarte agua. Tenía ocho años cuando conocí el relámpago, la lluvia cayendo vertical, mi padre hablándonos del abuelo con mi hermana menor sobre sus hombros, llorando, porque temía que se caigan los cerros. Cascas era entonces una pequeña ciudad donde todos se conocían: Elmo Palacios Gutiérrez, cuñado de papá, había sido su alcalde, después diputado por Cajamarca, aprista, el primer aprista que conocí en mi vida.
En El Platanar vivía el tío Carlos, el tío Justo en Corlás, la abuela Zenaida frente a la Plaza de Armas, el Shémere, el famoso pintor, en la calle Progreso. Yo subía los escalones hacia la iglesia: me sentaba en su balcón para contemplar la inmensidad de aquellas montañas, reconocía desde allí el 103, la Comisaría, La Pampa, y me quedaba dibujando hasta que mi primo Juan Carlos, o mi hermano Stalin, me llamaban para que retorne a casa. Me pregunto qué habría escrito el abuelo Antonio si hubiese conocido esta ciudad con esos verdes tan parecidos a los que oteaba desde El Molino o la Acequia Alta, qué habría dicho con esa imaginación tan peculiar que lo llevó a escribir historias increíbles, aquellos cuentos que nos narraba mi padre al caer la noche.
Me pregunto qué habría cantado, con qué palabras habría urdido aquellos yaravíes que atraparon las historias de “Doña Lorenza”, “el tío Elí” o de “Luis Pardo”. De eso hablábamos, hace algunas semanas, cuando nos reunimos siete ramas, de diez, del árbol que fue el abuelo, en el viejo Queirolo de Pueblo Libre. Walter, hijo de la tía Blanca, Elmo y Daniel, hijos de la tía Yolanda, Yoysy, hija del tío Wilfredo, César, nieto de la tía Angélica, Karen, hija de la tía Nevel, Cris, nieta de la tía Marina, Stalin y yo, hijos de don Hernán Antonio.
Quizá el abuelo habría tomado un puñado de hojas para olerlas y me habría dicho que pronto nos hablarían los truenos. Tal vez yo, como mi hermana, sentiría temor por la inminente caída de los cerros, pero estoy seguro que el abuelo me habría calmado dibujando un puente con la lluvia, con esta misma lluvia que alumbra el arcoíris como quien me traslada a la infancia para sentir contigo esta ciudad, sus nubes, su olor a tierra mojada.
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