Tú eliges, yo te juzgo
En algún momento de la historia de la Humanidad, el declararse liberal significaba un compromiso con la libertad, no solo con la propia sino incluso con la ajena. Así, se reconocía al liberal porque defendía la libre circulación de las ideas, por su discurso en contra de limitar la expresión de argumentos contradictorios con las verdades oficiales, con las modas políticas, sociales o culturales impuestas como comportamientos obligatorios por quienes temporalmente detentaban el poder. En la actualidad, la mayoría de presuntos liberales se ha mimetizado con los socialdemócratas, a fin de tratar de construir una sociedad globalizada homogénea y controlada, religiosamente creyente en ideologías que se deben imponer a ‘las masas’ a través de los medios de comunicación, colegios y universidades, ministerios y municipalidades, y por la administración de justicia.
En esa línea, resulta fundamental para quienes construyen esa sociedad homogénea impedir que las personas que no se han doblegado aún a la nueva religión accedan a la Junta Nacional de Justicia, el Congreso o el Tribunal Constitucional; por eso la desesperación por encontrarles cualquier asunto que pueda ser magnificado para objetar su elección. Cierto es que cualquier explicación tiene la capacidad de exculpar las inconductas de sus activistas y acólitos, exactamente lo contrario de lo que sucede con sus posibles rivales, sospechosos a priori de los peores delitos mientras no demuestren su inocencia.
La versión electoral del nuevo totalitarismo es la novedosa invocación de elegir correctamente a los nuevos congresistas. La teoría política dice que cada ciudadano vota por quienes representan mejor sus necesidades, tendencias o intereses; el elector que prioriza el aborto libre votará por el candidato que lo promueve, mientras que quien cree que el no nacido es un ser humano buscará a quien se comprometa a defenderlo, así en cada uno de los temas que realmente nos importan. Pero los sacerdotes de la nueva verdad nos dicen que lo correcto es votar por los candidatos que a sus ojos sean los adecuados, sin importar que no correspondan a nuestras creencias y que por eso no logren representarnos políticamente; parten de la premisa que los ciudadanos no sabemos realmente lo que nos conviene, por lo que ellos hacen una depuración, conforme a su peculiar ideología, para facilitarnos la elección. Nuestra satisfacción final no debe ser que nuestras verdaderas tendencias alcancen un número importante de congresistas para poder influir en las decisiones, sino recibir en nuestros hogares, junto con el flash electoral, la sonrisa complaciente de los totalitarios felicitándonos por haber ‘elegido bien’.