Trastocar la dualidad
Hay una idea de Nietzsche que puede aplicarse a la actualidad. Para él, el mundo puede dividirse en dos tipos de personas: las que siguen sus propios deseos y las que siguen el deseo de los demás. Las primeras son las que se asumen como fuertes y, por eso, no se dejan gobernar por nadie. Las segundas son aquellas que se muestran débiles y se limitan a hacer lo que los demás dicen y hacen. Estas son los más fáciles de gobernar.
En una sociedad con tantos prejuicios como la nuestra es necesario aprender a ser fuertes. Y serlo no implica solo una cuestión física, sino, además, una cuestión de actitud. Eso nunca lo dijo papá, es cierto, pero cuánto hubiera querido que lo hiciera cada vez que sujetaba su vaso y decidía convertir el mundo en una epopeya. Quizá por eso, y sin planearlo, me llevó a los once años al mercado para trabajar con él y se propuso volver fuerte a quien se había mostrado siempre débil. Y, en gran medida, ni él mismo quedó convencido de haberlo logrado cuando años más tarde le dije que quería estudiar Literatura, poco después de que él ya había comprado el prospecto de la UNI y me había inscrito en el examen de admisión para ser ingeniero. Obviamente, estudiar Literatura no cupo en la cabeza de quien pensaba que la debilidad se acrecentaba con los roles de género donde, precisamente, dedicarse a las letras no era la mejor opción.
Muchos años después lo entendió. La idea de lo fuerte y lo débil cambió mucho tiempo después y en varios momentos: la primera vez que gané un concurso literario y le mostré el diploma o las veces que su apellido comenzaba a aparecer en los periódicos. Entonces se emocionaba, aunque no lo decía, porque era una debilidad que no era oportuno mostrar. Incluso, hasta mucho tiempo después, cuando lo ayudaba a subir al carro por su problema en las rodillas, cuando iba como mi copiloto y le daba miedo la velocidad, cuando lo llamaba en las noches para preguntarle cómo seguía de salud o si estaba tomando las pastillas que le recetó el médico. Y, finalmente, terminó de entenderlo cuando lo visitaba de improviso y se conmovía de que ese hijo que educó a medias, sin proponérselo, pudo trastocar la dualidad de lo fuerte y lo débil para darle un abrazo emocionado y decirle, más allá de la distancia, feliz día, papá.
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