Ser maestro
Aún recuerdo el primer regalo que recibí en el día del maestro. Fue una sonrisa que llegaba en los brazos de unos niños que apenas digerían la sintaxis del español y confundían las letras en los dictados de los viernes. Entonces aún era estudiante de Literatura, tenía dieciocho años y ese fue el primer y mejor regalo que recibí. Esa magia fue la que me convenció de que ser maestro había sido la mejor casualidad que me pasó en la vida y ese, mi primer trabajo formal, fue la mejor oportunidad para conocer esos otros mundos que aún la literatura no me había permitido, pero que sí pudo lograr la educación.
Ser maestro fue difícil, como para todos los que se han aferrado a esta profesión en un país que ha descuidado lo que, paradójicamente, debería ser lo más importante. En esas aulas precarias de aquel colegio entendí que sin educación caemos en el vacío y también que, sin ser valorados dentro de esta aguerrida aventura, poco o nada podíamos hacer. No es un trabajo de ocho horas; es uno de días, de noches, de fines de semana, de reuniones, de eventos, de conversaciones con padres, con personas más allá de los muros escolares. Y esto último es lo mejor. Solo quienes han dedicado su vida a la educación saben que no hay mejor retribución que el afecto de quienes educamos. Eso es mucho más que el dinero y, claro, mucho menos de lo que merecemos, pero nos llena, de a pocos, el vacío que esta profesión no debería tener. Ser maestro, en días de homenaje como este, merece un poco más que cariño y festejos simbólicos que solo maquillan las deficiencias que se han perdurado desde siempre.
Hoy, muchos años después, desde la universidad, comprendo por qué me hice profesor. Quizá fue por la casualidad de comprar aquel periódico con anuncios de trabajo y alistar mi sobre manila para caminar bajo el sol. Quizá fue la decisión de tocar esa puerta, luego de haber sido rechazado en tantos otros lugares. Sin embargo, hubo mucho más cuando crucé esa frontera. Me hice profesor porque entendí que la vida necesitaba más de construirse uno mismo antes de esperar que otros lo hagan por nosotros. Y comprendí, entonces, que la vida, esta azarosa y gratificante forma de vida, necesita de sacrificios y de pensar un poco más en los demás antes que en uno mismo. Y eso, precisamente, es ser maestro.
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