Seis meses de infamia entre gallos y medianoche
¿Hay una apatía generalizada frente a lo político o es un irresponsable acomodo? ¿Qué va a pasar con Castillo? Se ha convertido en una pregunta cliché que merece todo tipo de respuestas especulativas e inaceptablemente tolerantes: desde “no hay los votos para vacarlo”, “una eventual denuncia constitucional no prosperaría”, “Boluarte es la carta de los progres y aún más peligrosa que Castillo” hasta “si entra algún empresario como primer ministro se podría ejercer cierto control y enmendar el rumbo”.
No podemos ser tan dóciles, el país atraviesa por uno de los capítulos más nefastos de su historia. ¿Dónde está la lógica y el sentido común? Tenemos que sacar la palabra resignación de nuestro vocabulario y, con mucha perseverancia y habilidad, lograr la vacancia. En este régimen, no hay ministro que influya en Castillo, son absolutamente fusibles, para usar y botar, con algunas excepciones como Íber Maraví cuyo objetivo cumplido fue la legalización del Fenate.
Discrepo de Óscar Caipo, presidente de la Confiep, cuando al ser preguntado ¿qué debe hacer el Gobierno?, responde que es necesario que tenga una dirección clara y que para ello el presidente Castillo debe ejercer su liderazgo. ¿Liderazgo? Pide imposibles y a los imposibles no tenemos derecho. Estos últimos días ha quedado confirmado con creces que no hay materia prima para el aprendizaje. Una persona que no conoce el concepto de soberanía no tiene atribuciones para ocupar la presidencia de un país. Tampoco cometamos el error de pensar que su probada incompetencia e ignorancia lo vuelven un personaje inocuo y que tendremos cinco años más en piloto automático. El Congreso ya logró controlar el tema de la Asamblea Constituyente con las precisiones al artículo 206 y con ello, teóricamente, darle estabilidad al modelo, preservando un escenario amigable para la inversión privada, pero todos sabemos que ninguna institución en nuestro país tiene la vida comprada.
Castillo es un peligroso distractivo mientras el comunismo se enquista en el Perú. Hasta podríamos pensar que es el tonto útil de la causa marxista en Latinoamérica. No podemos desentendernos de los problemas que están erosionando al país. La democracia no es equivalente a un trozo de papel –un voto– que es obligado cada cinco años.
Tenemos que participar en política, no esquivemos la realidad ni nos escabullamos en la rutina como mecanismo de protección, como un bálsamo anestésico, a sabiendas que estamos en peligro. Las decisiones del poder nos afectan a todos. Más que nunca, estamos obligados a sentar una posición e invertir en su defensa, no podemos permitir que los tiempos aciagos nos derroten.
Como bien decía Bertold Brecht, “el peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa en las decisiones políticas. No sabe que el costo de vida, del pan, de los combustibles, del vestido y las medicinas dependen de decisiones políticas.” No podemos permitir que otros tomen decisiones por nosotros. Hoy en el Perú ser apolítico es un suicidio. Además, nadie es ideológicamente neutro y él que así lo predique, miente.
Si permanecemos inertes y pasivos, vale decir, sordos, ciegos y mudos, seremos cómplices de nuestra propia destrucción. ¿Serán capaces de perdonarnos nuestros hijos y las futuras generaciones? ¿La solución es desarraigarnos y dejar atrás lo más querido? En la antigüedad el desarraigo era un castigo terrible y lo sigue siendo hoy. A la patria se le cuida y defiende, sin escatimar costos.
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