Por los caminos del Señor
Hola… Hay nombres propios que permanecen en nuestros recuerdos, sobre todo cuando pertenecen a personas cuyo paso por nuestra vida no se ha borrado con los años. Al contrario, en tiempos como los actuales, en los que a nivel mundial se percibe una falta de interés por el prójimo, resulta agobiante pensar hacia dónde vamos a parar si en nuestro entorno, o nosotros mismos, no tenemos clara la idea de que solo seremos verdaderamente válidos en la medida en que con nuestras vidas hacemos valiosas las vidas de los demás.
Desde que tengo uso de razón, hay un nombre que jamás olvidaré: Aurelia. La conocí desde niño en mi pueblo. En las décadas de los 60 y 70, Aurelia y Timoteo tenían, digámoslo así, la única tienda del lugar. Allí se podía encontrar de todo: desde una aguja, comida, zapatillas, ropa, hasta instrumentos para labrar la tierra. Era la única tienda del pueblo, y a los niños nos encantaba ir porque la señora Aurelia nos recibía siempre con cariño y, además, tenía el detalle de regalarnos una chocolatina o un caramelo, ya fuéramos solos o acompañados de nuestros padres.
Pero hay una historia muy particular relacionada con ella que quiero relatar hoy. En los años 80, yo había venido al Perú, y la comunicación con mi familia por teléfono era, por decir lo menos, muy complicada. Desde el colegio San Agustín, llamábamos a la central de teléfonos de Lima; Lima conectaba con Madrid (España), Madrid con León, y León finalmente con mi pueblo, es decir, con la tienda de la señora Aurelia. Aquella llamada se hacía una sola vez al año, en Navidad. Parece incomprensible hoy, e incluso imposible de creer para un joven, pero para quienes lo vivimos, así era.
El único teléfono que había en mi pueblo estaba en la tienda de Aurelia. En Navidad, el pueblo estaba cubierto con no menos de un metro de nieve, y la temperatura ambiental fácilmente descendía a un grado bajo cero. A cualquier hora, la señora Aurelia recibía la llamada en su tienda, pedía que repitieran la comunicación diez minutos después para poder avisar a mi padre y a mi madre, y así, diez minutos después, ellos se conectaban conmigo. Así sucedió año tras año, hasta que en mi casa hubo teléfono y, más adelante, llegó el internet.
Hoy rindo mi homenaje a esta mujer, Aurelia, por su compasión y entrega. Más allá de las dificultades —salir de casa con cero grados, atravesar calles llenas de nieve— ella jamás pensó: “No es una llamada para mí, mejor no me complico la vida”. Al contrario, “se complicó la vida” porque sabía lo que para mis padres y para mí significaba esa llamada. Me temo que esa calidad humana, tan genuina y desinteresada, no abunda hoy en día.
“Solo cuando te rompes sabes de qué material estás hecho.”
Gracias por llegar hasta aquí.
Hasta la próxima semana. ¡Que Dios nos bendiga!
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