Para vivir la escuela
Se ha escrito mucha literatura sobre temáticas relacionadas a la escuela, pero siempre la mejor es aquella que escribe uno mismo con su propia historia. Así, el colegio, sobre todo en sus últimos años, debe ser una de las experiencias más conmovedoras que recordamos cuando ya somos adultos. Es una suerte de nostalgia que nos devuelve a esos años. Viajamos en el tiempo. Entonces regresamos por esos mismos lugares donde caminábamos cuando teníamos trece, catorce o quince años, cuando todo era más fácil, cuando las preocupaciones se deslizaban por columpios infinitos y nunca nos inquietaban. Eran años buenos, a pesar de todo.
Volver a la escuela después de tanto tiempo es estar sentado en esa misma carpeta de colegio nacional, esa donde apenas cabíamos dos y que incluían las anotaciones de los exámenes que nos exigían memorizar. Luchábamos contra eso, tímidamente quizás, porque mucho no podía pedirse en esa época aún impositiva. Esa fue la educación que recibimos sin objetar, pues mucho no había para poder elegir.
Esta semana, al volver a ese colegio de paredes marchitas por el tiempo, entendí que los mejores años quedaron allá, en ese patio abrupto y esas paredes azules pintadas con lapiceros de colores. Así eran las escuelas públicas de entonces, y nosotros aprendimos a convivir con ellas, sin recelos, sin miedos, sin objeciones. Eso era, quizás, lo que nos hacía fuertes, porque habíamos escuchado alguna vez que solo la educación eliminaría todos los problemas sociales, aunque así, como era la educación que recibíamos, poca o ninguna esperanza cabía en cada uno de esos adolescentes a fines de los 90.
En su libro Vivir para contarla, Gabriel García Márquez escribe: “Deserté de la universidad, con la ilusión temeraria de vivir del periodismo y la literatura sin necesidad de aprenderlos, animado por una frase que creo haber leído en Bernard Shaw: ‘Desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela’”. Sin embargo, la cuestión va más allá de solo un espacio para vivir académicamente la vida que no podemos realizar solos. Hay un ingrediente mucho más rico y mucho más vivo. Es ese sentimiento de volver en el tiempo y estar ahí, en el patio, parado frente al busto de Miguel Grau, como cuando formábamos en la secundaria, todos los lunes, sin falta, mientras decidíamos un destino incierto. Han pasado muchos años. Para vivir la escuela, precisamente, es necesario retornar a esos años nuevamente.
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