Maestros colaboradores
A los diecisiete años teníamos la necesidad de trabajar. A pesar de que estábamos en una universidad pública había libros y separatas por fotocopiar. Había que gastar en pasajes e incluso apoyar en casa. Esos primeros trabajos siempre fueron en supermercados o entregando volantes en el Centro de Lima en medio del sol de verano. Ya cuando cumplimos dieciocho, muchos de nosotros tentamos trabajar en algo más formal como un colegio, por ejemplo, algo que nos permitiera salir de la inestabilidad y cubriera nuestros primeros gastos.
Uno de los primeros colegios donde trabajé se sostenía con aulas prefabricadas. Estaba en Los Olivos, cerca de muchos otros colegios particulares preuniversitarios que captaban la atención de los adolescentes. El director, un tipo autoritario y chabacano, me contrató junto a otro joven porque estábamos ilusionados con la educación y no veíamos como abuso trabajar más allá de las horas correspondientes, incluso limpiando las oficinas. En esa época, además de dictar clases y preparar las separatas de los demás cursos, éramos todo en uno: logística, marketing, mensajeros e, incluso, niñeros de sus hijos.
El director decía que éramos sus hombres de confianza y más que empleados éramos sus colaboradores. La palabra siempre nos persiguió, incluso cuando ya crecimos y maduramos, cuando decidimos tomar a la educación una verdadera profesión. Sin embargo, ahora, cuando miro hacia atrás, el presente todavía está ahí. Aún hay “maestros colaboradores” que son explotados, pero que no reclaman porque es lo que hay, lo que nos corresponde, porque nos están ganando la batalla y porque la educación termina siendo siempre la profesión más vulnerada y la menos respetada. Estos maestros aún existen y sobreviven en un mundo donde la formalidad laboral, tantos años después, aún es un negocio y un privilegio de unos pocos. Los demás, los no privilegiados, seguirán siendo asesinados por el sistema de la informalidad.