Los otros mundos de Julius
La primera vez que fui al cementerio llevaba Un mundo para Julius bajo el brazo. En esos tiempos en que no había celulares, aprovechábamos los espacios vacíos para leer. Por eso, cada vez que papá me llevaba a su trabajo, leía mucho. Incluso, había invadido un rincón en su puesto del mercado para dejar mis libros cada vez que en las vacaciones iba a trabajar con él. Aquella vez que papá me llevó al cementerio por primera vez, nunca me dijo a dónde iríamos. Solo llegó, como de costumbre, muy temprano, y salimos mientras esperábamos el amanecer. En el carro, mientras manejaba, su silencio detrás del volante me permitía leer todo lo que quisiera. Rara vez ponía música y, si lo hacía, bajaba al máximo el volumen para concentrarse al manejar. Así, mientras íbamos rumbo al mercado en medio de la oscuridad, Julius ya se entendía con la servidumbre y conocía esos otros mundos que jamás hubiera podido descubrir gracias a ellos.
Esa tarde, luego del trabajo, subimos al carro y papá se desvío del camino. No dijo nada y yo nunca pregunté. De hecho, casi nunca decía nada y yo tampoco me atrevía a preguntárselo. Manejaba por calles que cada vez perdían el color y se hacían más estrechas. La diferencia entre donde vivíamos, en Comas, y Barrios Altos no era mucha. Las calles no se parecían a las que veíamos en las películas que pasaban los fines de semana por señal abierta, pero eran mucho más reales que las que mostraban en novelas como Los de arriba y los de abajo. Pensaba que quizá Julius se equivocó un poco. Quizás el desconcierto y la novedad aparecían cuando los mundos diferentes no se alineaban, cuando los tiempos se perdían y no lograban comprenderse. Y nuestro tiempo, el que aprendimos a vivir, había conocido de todo o, al menos, casi todo lo que nos permitía existir en medio del caos.
Papá jamás me contó por qué llegamos aquella tarde al cementerio. Era el primer día de noviembre y la gente se había amontonado por todos los pasadizos. Al entrar, me dijo que lo esperara en una de las bancas de la entrada, que no demoraría; sin embargo, cuando regresó, ya casi había terminado el libro. Traía los ojos rojos que no pudo esconder. Me miró y respiró como intentando regresar del letargo. Luego, caminó sin decir nada. Quizá los adultos también se convertían en Julius cuando conocían otros mundos más allá de esta vida.
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