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Las revoluciones que no destruyen
En el colegio aprendimos que el hito más importante de la democracia fue la Revolución Francesa, la que estalla en 1789 con la Toma de la Bastilla. Con el paso de las lecturas, descubrimos que tal evento no fue verdaderamente trascendente, ni para Francia ni para Occidente.
De no haber ocurrido, igual se hubiera difundido la ideología democrática. Si Luis XVI hubiera firmado la Constitución elaborada por los Estados Generales, consagrando la monarquía parlamentaria, hubiera evitado la destrucción de su poderío imperial, pues el afán revolucionario se decantó hacia el terror de los jacobinos, que justificó que toda Europa entrara en guerra contra Francia.
Luego de idolatrar al general Bonaparte y agotar su economía, el proceso revolucionario no significó democracia sino concentración del poder; todo para que al final, Francia coronara a otro borbón, Luis XVIII, habiendo perdido su condición de potencia mundial, para siempre. La destrucción de las sucesivas élites políticas, tanto la monárquica, como la imperial y las republicanas, sumió a Francia en el desorden durante el siglo XIX y la primera mitad del XX.
La Revolución Francesa es el ejemplo del daño que puede hacer el extremismo destructivo en un país atolondrado, que elige como solución a sus problemas un falso remedio que, al destruir los tejidos más importantes del cuerpo social, lo debilitará y disminuirá. Es también ejemplo de una revolución autócrata, diseñada para concentrar el poder en lugar de distribuirlo entre diferentes órganos para garantizar las libertades.
Por el contrario, Inglaterra tuvo dos revoluciones un siglo antes que los franceses. En la primera de 1642, el Parlamento liderado por Oliverio Cromwell, discute la capacidad del rey Carlos I de disolver la Cámara de los Comunes, lo vence en la guerra civil y lo decapita por haber gobernado de forma absolutista, en contra del “derecho del país”.
La segunda fue la Revolución Gloriosa, donde ambos partidos del Parlamento derrocan a Jacobo II, el último rey absolutista, e instauran definitivamente el régimen de monarquía parlamentaria. La gran diferencia es que ambas revoluciones inglesas defendieron la costumbre y la cultura política que, surgidas en la Edad Media, fueron evolucionando para constituirse en la columna vertebral del país, el derecho nacional, el régimen político y la Constitución misma.
Queda expuesta entonces la gran diferencia. La inglesa inspira la Revolución Americana, la que tampoco rompió con las estructuras sociales, económicas e incluso políticas, sino que hace de su propia realidad cimiento del nuevo país; la revolución se hace para consolidar, no para destruir, y su Constitución de 1787 lo refleja con orgullo.