La debilidad del Congreso
En política no hay casualidades. Desde antes de la llegada de Simón Bolívar al Perú, ya había comenzado una campaña de sus partidarios en contra del Congreso presidido por Javier Luna Pizarro, pues regla básica para que un líder concentre el poder político en sus manos es desprestigiar a la asamblea que reúne a los representantes de todas las provincias y, por tanto, comparte de forma natural los espacios de decisión política con el personaje que, en mérito al frágil humor electoral, ocupa la jefatura de gobierno.
La institución parlamentaria tiene siempre una baja aceptación en las encuestas, en la cuna de la democracia moderna la policía de calle tiene mejores resultados que la prestigiosa Cámara de los Comunes; las causas son variadas y han sido estudiadas por académicos de muchos países, pero se sintetizan en que un alcalde, ministro o jefe de gobierno puede ofrecer, proyectar, concretar e inaugurar obras tangibles, satisfaciendo necesidades reales de la población, mientras que la principal labor del parlamentario es negociar y acordar medidas políticas, a más importancia de ellas más necesidad de discreción. Ese rol no es comprendido cabalmente en los países con siglos de cultura política, mucho menos lo es en países con vena autoritaria.
Parte de la culpa de esa incomprensión la tiene nuestro propio Congreso, que a través de sucesivas composiciones ha ido olvidando su verdadero rol: el hacer política, convirtiéndose en un oficinista de tiempo completo que expone diariamente sus carencias ante la prensa, compitiendo con autoridades provistas de presupuesto, cobertura periodística e información especializada.
Es justo reconocer que ha sido atacado con reglas electorales que disminuyeron la calidad promedio de los congresistas, también con sesgos mediáticos que diariamente minan el escaso prestigio de la institución; con medidas cautelares que paralizaron sus atribuciones; y con sentencias que destruyeron la organización y disciplina de los grupos parlamentarios. Todo ello desalienta a que jóvenes graduados y profesionales exitosos decidan incorporarse a las listas parlamentarias pues, además, casi no hay partidos políticos serios y programáticos.
Quienes ocupan hoy los espacios de decisión que corresponden al Congreso repiten el mantra de su falta de legitimidad, según esos oportunistas, puede reformar la Constitución para hacer elecciones con las mismas reglas que nos han llevado al desastre, pero no puede hacer una reforma política o elegir un Defensor del Pueblo; es fácil entonces identificar a los principales responsables de la actual situación.
Fortalecer la democracia constitucional pasa por respetar al Congreso, promoviendo el retorno de partidos renovados que puedan presentar candidatos con formación en las próximas elecciones.
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