Idolatría de Fidel
Fidel Castro fue idolatrado por América Latina y lo es aún no por haber sido comunista sino a pesar de haberlo sido. Habría sido amado como un líder no importa qué bandera hubiera levantado a causa de su energía animal y su fabulada narrativa para un pueblo hambriento de significado sobre su lugar en la historia.
Esa narrativa es un encubrimiento. Hay una premisa inconfesada tras de ella, una promesa mesiánica para el futuro que oculta un revivalismo del pasado. La falsa promesa es el comunismo. La reivindicación oculta, inconfesada, es la del viejo imperio español que Fidel llevaba en su sangre gallega y América Latina en su memoria.
No, Fidel no fue amado por ser comunista sino por ser antinorteamericano hasta los huesos. Su falsa narrativa se alimenta de la leyenda negra construida por los ideólogos masones probritánicos de la Independencia de América del Norte y del Sur contra la decadencia odiosa de la corona al final del imperio español. En España la generación crítica del 98 nació de la vergüenza de la derrota del año de 1898, el del derrumbe final de lo que quedaba de la primera globalización de la historia moderna: la del gran imperio donde nunca se ponía el sol, la caída final de Filipinas y de Cuba.
Los latinoamericanos fuimos parte de la médula misma de aquel megaproyecto político de dimensiones planetarias. Es un hecho olvidado, por ejemplo, que la conquista de Asia fue montada desde la remota isla frente a sus costas, que hasta hoy lleva con orgullo el nombre del hijo de la dinastía Habsburgo, defensor de la fe y brazo derecho de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Sus símbolos, la tiara papal al lado de la corona española se hallan en las bóvedas de las inmensas catedrales construidas desde México y Guatemala hasta el Perú y Bolivia, y vive aún en el alma y la fe de sus pueblos.
Esa nostalgia está encubierta hasta hoy por la narrativa de la vergüenza de la leyenda negra sobre el Virreinato y en discursos politizados de izquierda. Pero esconde el legítimo orgullo de un mundo más grande que el de dos docenas de naciones independientes que no encuentran el camino al siglo XXI porque viven mirando obsesivamente al pasado de su identidad política quebrada.
América Latina fue parte del imperio español por 300 años, desde 1492 hasta 1810. Cuba lo fue durante 400 años, hasta 1898. Ninguna otra nación latinoamericana tiene más vívido su pasado en el presente. Y Cuba resiente que, desde su independencia, la orgullosa isla fuera sometida por los herederos aglosajones de la segunda globalización moderna -la del imperio británico- a un papel político incompatible con su dignidad y su historia, disminuida a un comercio vulgar a manos de quienes hicieron de la isla que fuera el centro de la conquista española un negocio ruin bajo un gobierno títere instalado para protegerlo. Eso fueron Fulgencio Batista en Cuba, Anastasio Somoza en Nicaragua, Rafael Leonidas Trujillo en Santo Domingo: “nuestros hijos de perra”, como dice la famosa anécdota atribuida a Franklin Roosevelt. El fracaso de Estados Unidos en el “modelo” de Puerto Rico -hoy un estado de la Unión sin acceso siquiera a fondos públicos del Congreso para la reconstrucción post huracanes- es el símbolo del fallido intento norteamericano de devolverle una narrativa, un significado político, a la historia de Cuba.
Es de este resentimiento por lo ocurrido en los 60 años entre 1898 y 1958 que Fidel alimentó durante otros 60 años su narrativa encubierta, su mega “fake news” de un futuro mítico para el pasado cubano. El secreto inconfesado de Cuba es que el mito comunista se alimenta del orgulloso pasado del imperio español y del resentimiento contra Estados Unidos por su derrumbe final, y no de una oscura ideología sobre el materialismo histórico, nunca bien comprendida por los pueblos latinoamericanos, que Fidel convirtió en una narrativa política sobre un futuro mítico que no llegaría jamás.
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