Generación paciente
Entre padres e hijos transcurre más que una generación. De niño acompañaba a mi madre al correo, tardábamos media hora en llegar. Ella hacía una cola, compraba sobre y estampilla, pegaba, caminaba al buzón y vuelta a casa. Allí mismo debía contar una semana para que la carta llegue a su destino y, con suerte, la contestación llegaba en una semana adicional. Medio mes para una conversa de papel. El rito de la paciencia es el sello de la generación que me precedió. Hoy, los centennials pueden escribirse desde lejos con corrector y cerrar en diez minutos. WhatsApp acortó la espera tanto que veinte minutos en “visto” sabe más a desaire que a distancia.
La generación de mi padre debía esperar varios meses para que la estatal CPT instalara en casa un teléfono y con él su mala señal. En las emergencias, el colgajo solía ceder su lugar a un aparato público de la calle. Buscar. Aguardar a que el “pacienzudo” hablante concluyera, conducía a irrefrenables broncas, pero a ver quién se lo dice al acaramelado galán o a la parlanchina señora que coloca una moneda cada tres minutos para chismear. Los centennials llaman desde sus móviles, a veces con video y audio; los teléfonos públicos asemejan a un museo de historia natural.
Y si hay que fotografiarlo todo, el centennial abre su galería electrónica de bolsillo. Antes, había que salir de casa, caminar, abordar un taxi, buscar una Kodak y esperar al día siguiente una foto cruel e hiperrealista sin redención. Quien pretendía una relación se sujetaba al azar y para el azar sirve la paciencia. Hoy, la premura de algunos es hacer match, sin nervio, sin aro y con variedad. Y si del televisor se trata, antes había que girar un sintonizador manual y una antena; sin zapping ni streaming, sin libertad, pararse para tragar el sopor. Quién no discutió con su hermano por a quién le tocaba girar o apagar.
La generación que cultivó la paciencia no se aburre. Antes debía buscar alguna rala biblioteca distrital para hurgar, y bibliotecas era lo que escaseaba más. Hoy puede googlear y, cuando arrase la inteligencia artificial, tendrá por asistente a un robot erudito que quizás y por desgracia termine por birlarle la chamba, así, tan solapa como llegó. La impaciencia vino para comerse todo.
Los relojes avanzan raudos y al lunes sigue el otro lunes, o quizás solo sea mi impresión.
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