Fin de la pesadilla comunista
El significado de la alianza política de Pedro Castillo con César Acuña va más allá de la confianza que el presidente tenga en su paisano de Chota, y más allá también de los negocios universitarios de Acuña. Es un giro que puede tener importancia para el Perú.
Desde que Castillo llegó al gobierno, una mitad de los peruanos ha estado sumergido en la pesadilla de la amenaza comunista en versión chavista. La alianza Castillo-Acuña apunta al corazón de ese fantasma.
Uno puede creer lo que quiera de César Acuña, pero comunista no es. Por años ha gerenciado una red de universidades y fundado simultáneamente un partido político con presencia en todo el país, le guste o no a la clase política o a la académica.
Más de uno ha elegido leer en esa alianza, sin embargo, un supuesto giro de Castillo hacia la política chicha asociada al mercantilismo y la corrupción. Si ese fuera el caso, no obstante, solo habríamos vuelto a la “normalidad” con la que hemos bregado sin éxito por décadas. La corrupción vive del sistema, se aloja en sus fracturas, crece en las fallas de su arquitectura. El comunismo, en cambio, lo destruye para sustituirlo por algo que no puede funcionar.
La extrema izquierda es un peligro para el Perú no solo porque se cree incorruptible sin serlo, sino sobre todo porque su composición de lugar es errada y su diagnóstico y remedio fallidos. Cree que el Perú se halla en una coyuntura prerrevolucionaria. Y lo está, pero de una revolución burguesa. Cuando la extrema izquierda comprueba palmariamente, sin embargo, que el país no se halla donde ella cree -es el caso de Vladimir Cerrón-, en lugar de aceptar la realidad y trabajar a partir de ella, niega la evidencia y retorna con arrogancia a su zona de confort leninista.
“Qué hacer”, Vladimir, si Lenin se equivocó. La revolución proletaria que Marx vaticinaba no podía resultar en la Rusia feudal de 1917, una economía de campesinos, no de obreros. La gran transformación no podía venir desde la periferia hacia los centros de la revolución industrial en Inglaterra o Alemania. Debía ir del centro hacia la periferia. Marx lo sabía y dejó constancia de ello en su formidable obra “Formas precapitalistas” (Formen). Si hacia el final de su vida estudiaba a Rusia y se aferraba a esa esperanza fue luego de los fracasos revolucionarios de 1848 y 1870 en Francia, narrados en dos de sus grandes libros.
Pero eso solo muestra una duda poco desinterasada políticamente, una grieta en su lectura de la realidad, una debilidad de carácter perdonable en un pensador que ve su obra mal usada.
No puede haber revolución proletaria donde hay campesinos migrantes a la ciudad devenidos en emprendedores informales que reclaman igualdad de oportunidades y papeles para sus bienes y activos. Lo que quieren es una revolución burguesa auténtica, no una farsa.
La verdadera revolución, la que corresponde al “momento” peruano y a la coyuntura política, la que consolida los derechos de propiedad, no la que los niega o los relativiza con la ambigüedad del colectivismo. La revolución rusa fracasó por ir contra la historia. Lenin no produciría sino a Stalin. No podía sino ser profundamente reaccionario.
Y la izquierda peruana fracasa por la misma razón.
En buena hora, la ruptura de Castillo con el leninista Vladimir peruano y su alianza con Acuña pueden en lo inmediato sortear la vacancia, pero significar también el fin de la reaccionaria amenaza comunista.
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