Explicar los milagros
Robert Green Ingersoll fue un abogado y orador estadounidense, y un permanente crítico de la religión. A él se le atribuye una frase que parece extraña para quien se consideraba agnóstico: “Los creyentes en milagros nunca deberían tratar de explicarlos. No hay más que una forma de explicar algo, y es demostrarlo por medios naturales. El momento en que uno explica un milagro, ya desaparece”.
Resulta que Ingersoll no solo era uno de los oradores más connotados de su época, sino, además, uno muy culto. Muchos de sus discursos se encaminaban hacia el librepensamiento y el humanismo, y por encima de todo, marcaba una clara posición de rechazo sobre las creencias religiosas. Por ello, hablar sobre los milagros, en caso de que la frase no fuera apócrifa, sería quizás otra manera de entenderlos desde la mirada de Ingersoll. Es una cuestión bastante compleja, sobre todo, si entendemos que los milagros resultan siendo hechos que no tendrían por qué ser explicados. Eso va más allá de las creencias. Incluso, va más allá del entendimiento de la razón o de sustentos apoyados en la lógica. Suceden, simplemente. Y suceden cuando uno se aferra a las últimas esperanzas que quedan, esas que parecen perdidas como quien queda abandonado en un camino que desconoce, en medio de la nada, y no sabe cómo llegar al destino o, finalmente, cómo encontrar su propio destino. Entonces uno termina encontrándose consigo mismo y eso resulta la mejor manera de acercarse a ese estado que, de otra manera, no podría ser explicado.
Por todo ello, explicar un milagro desde los medios naturales, como afirma la frase de Ingersoll, parece tan insensato como querer hacer entender esa experiencia a quien no cree en ello. Es confuso, evidentemente. Es que, a veces, los testimonios, esos que parecen quedar estáticos en el tiempo, cobran vida y nos suceden de pronto, a los incrédulos, a quienes desconfiamos de todo. La lógica entonces toma distancia y la razón –contradictoria y compleja– abre las posibilidades de que lo menos probable suceda. Fe le llaman. Y sucede, por cierto, a pesar de las posibilidades mínimas de que ocurra algo que satisfaga nuestro entendimiento. Entonces nosotros mismos nos convertimos en el testimonio, en el hecho, en la acción, en ese estado que va más allá de lo que la razón puede comprender y que nos permita hallar el camino, ese que creíamos haber perdido cuando nos quedamos suspendidos en medio de la nada.
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