El herrero del pueblo
El viejo José, a quien se le conocía como el herrero del pueblo, trabajaba sin descanso en su pequeño taller. La ceremonia entre él y su templo, ese pequeño espacio que lo albergaba por largas horas, se iniciaba muy temprano. Como todo hombre de campo honraba la puntualidad, por eso se le veía llegar antes de que los rayos del sol cruzaran el viejo portón de madera. Para él cada día era especial y preparaba cada nuevo amanecer como una ceremonia del triunfo de la vida.
Para la ocasión siempre vestía elegante: un poncho nogal ajado, limpio y pulcro, testigo presencial de haber vencido en innumerables batallas en su existir, y una camisa cuyos botones sobresalían sonrientes; siempre vestía prendas de colores especiales que solo el tiempo podía explicar cómo se habían resistido a ser desteñidas, en cuyos bolsillos guardaba los secretos que confesaba a la hora de chacchar la coca mientras inundaba su descanso con el aroma libre de un cigarrillo Inca sin filtro.
Calzaba zapatos desgastados que reflejaban siempre el brillo del sol y en las noches se confundían con los témpanos de hielo que protegían a las acequias y con ellas en solitarias noches se hermanaba en un interminable abrazo para siempre hacer más llevaderas las penas.
La vida y la obra del viejo José viajaba en dirección del viento aromando a humo, del ardiente carbón de piedra, que brotaba incesante del fogón mientras la fragua rugía como si cada giro fuera una despedida. Todas las mañanas sentía las punzadas del frío acero a quien amablemente convencía para forjarlo. Era consciente de que estaba cambiando la vida del acero, por eso lo trataba con mucha delicadeza y cuidaba cada detalle para finalmente hacerlo sentir bien en manos de sus hermanos campesinos.
Extraño al viejo José, extraño al herrero de Lucanas. Cuánto quisiera volver con él a su pequeño taller y oír los anuncios de vida que el acero emitía mientras era forjado, mientras era convertido en un nuevo ser con otra historia. De él aprendí a respetar y admirar al acero porque a pesar de ser forjado siempre terminaba transformado y al servicio del bien común. Cuánto extraño al viejo José con su manera de engreírnos dirigiéndonos su sobria mirada, propia de la seriedad de los añejos eucaliptos y del rugir de los ríos en febrero, también propio del acero que resiste el paso de los años y vence a ese óxido llamado olvido que amenaza con corroer el amor por nuestros padres.
Donde estés, ¡feliz día, querido papá!
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