El escritor que soñamos
A los dieciocho años todavía éramos unos soñadores. Si bien estábamos muy grandes para idealizar las cosas, alguna vez algún profesor nos dijo que los sueños no tienen caducidad. Quizá entendimos mal la premisa. Lo cierto es que soñábamos con ser escritores, de esos que aparecían en los estantes de los libros piratas que visitábamos en los alrededores de la universidad. Y queríamos ser como ellos, sin importar que compraran nuestros libros o que pudiéramos vivir holgadamente como algunos escritores de élite gracias a sus apellidos. Sabíamos que la vida del escritor era muy dura, sobre todo, después de estudiar una carrera durante cinco años para usar una chalina, una boina y cruzar las piernas al sentarnos para dar un efecto más literario.
El golpe fue duro, aunque ya lo esperábamos. Los primeros años en la universidad no nos enseñaron a ser escritores ni nada parecido. Todos –o la gran mayoría– habíamos esperado que desde la primera clase nos presentaran técnicas para escribir y pudiéramos mostrar nuestros textos para que nos publicaran. Nada de eso sucedió, por cierto. Las clases de literatura llenaron las aulas de teoría literaria que hizo que muchos de esos jóvenes entusiastas perdieran la ilusión y emprendieran una retirada digna antes de sobrellevar el fracaso. No íbamos a ser escritores; seríamos (posiblemente) críticos literarios. Por ello, con el paso de los meses advertimos que de nada serviría engolar la voz al hablar ni practicar frente al espejo mientras imaginábamos las presentaciones de nuestros libros y las multitudinarias firmas de autógrafos que nunca llegarían.
Habíamos leído a los clásicos, aunque no nos gustaran, porque un escritor tenía que mencionar sus influencias literarias – pregunta recurrente en las entrevistas – y enumerar los libros que habían determinado nuestra vocación por las letras. También leímos a los contemporáneos, pero ya con la visión de, además, ser críticos literarios, creábamos una especie de ritual para sepultar sus textos con la autoridad que nos daba haber publicado torpes cuentos o poemas desfasados en revistas que apenas nosotros leíamos.
En suma, creo que ser escritor implica ser un soñador siempre. En “Yo no vengo a decir un discurso” (2010), García Márquez dice que los escritores “no lo somos por nuestros propios méritos, sino por la desgracia de que no podemos ser otra cosa y que nuestro trabajo solitario no debe merecernos más recompensas ni más privilegios que los que merece el zapatero por hacer sus zapatos”. Cuánta verdad debimos aprender a tiempo y no lo hicimos, lamentablemente.
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