¿El delincuente o el país?
¡Fuera, Castillo, fuera! Tres palabras que unen transversalmente a toda una sociedad que quiere acabar con la peor de las amenazas: un corrupto entornillado en el poder. Castillo sabe que el pueblo lo repudia, que la marcha fue multitudinaria, que está complicadísimo legalmente y que terminará en la cárcel porque hay incontables pruebas en su contra. Tiembla ante los reportajes de investigación. Se defiende descalificando a sus acusadores, ya sea la Fiscalía, los colaboradores eficaces o la prensa. Olvida que la mentira tiene patas cortas y que no lo blindará para siempre. Castillo tiene la fuerza para reprimir, la caja pública para comprar aliados y sobones, así como para que organismos internacionales de izquierda funjan de portátil. Su mayor anhelo sería perpetuarse en el poder como el sátrapa de Maduro o modificar la Constitución para reelegirse fraudulentamente pero no lo vamos a permitir.
Los antecedentes criminales de Cerrón y la red de cupos y sobornos promovida por los Dinámicos del Centro nos permitió anticipar que iban a tomar el gobierno por asalto. Llegaron bien entrenados e implementaron el modelo de micro corrupción que se maneja en la mayoría de los gobiernos regionales, sin embargo, pocos imaginaron la voracidad y el “todo vale” para ocupar puestos públicos. Con la complicidad de Sagasti modificaron los requisitos de secretario general de la presidencia para que Castillo tuviera a mano a su operador Bruno Pacheco. Más trabajo les cuesta modificar los perfiles para los cargos de confianza, donde quisieran desesperadamente colocar a todos sus amiguitos.
A más inri, resulta increíble que todos estos funcionarios ignorantes y poco preparados, resultado de la pésima educación peruana, que sufren en carne propia estas limitaciones, no prioricen la capacitación y formación de la gente humilde. Su desidia y desinterés solo lo agrava en desmedro de futuras generaciones. Quieren gratificación automática, cero visión de largo plazo. La terrible paradoja de estos funcionarios, claras víctimas del Estado ausente y del olvido que solo agudizan este olvido.
¿Por qué los jóvenes no van a la marcha? Porque canalizan toda su indignación a través de las redes y creen que con ello cumplen con el país. Los comentarios llenos de odio, los linchamientos digitales solo nos dividen. La fuerza de la calle es irremplazable. El muro de Berlín cayó por muchos motivos, pero sobre todo porque la gente dijo: “Basta ya”. Las protestas multitudinarias desde fines de octubre de 1989 determinaron la renuncia del presidente Erick Honecker y continuaron hasta el histórico 9 de noviembre en el que los propios berlineses de uno y otro lado derrumbaron ese muro testigo de mucha sangre y vergüenza.
Las protestas tienen la virtud de activar políticamente a la ciudadanía. Estoy segura de que, en las próximas elecciones, el ausentismo será mucho menor y la gente pensará más el voto. Hay quienes sostienen que estas protestas no son lo suficientemente violentas como para generar un verdadero impacto y el objetivo perseguido. Sin embargo, existe evidencia histórica que revela que ello no es necesariamente cierto. Las investigadoras María Stephan y Erika Chenoweth en su obra “Why civil resistance works: the strategic logic of nonviolent conflict” hicieron un estudio donde nos dicen que las revoluciones pacíficas durante el siglo XX han tenido un porcentaje de éxito de cerca de 60% mientras que las violentas apenas alcanzan un 30%.
Como bien dice el filósofo coreano Byung-Chul-Han: “Hoy la vida se reduce a resolver problemas, incluso a sobrevivir. La esperanza es lo único que nos permite recuperar aquella vida que es más que una mísera supervivencia”. Mientras que Castillo no caiga, no hay esperanza. No podemos dejar la calle. Así de simple.
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