El botín que la demagogia y la dictadura saquean
La tragedia de Venezuela comenzó mucho antes del chavismo. Así lo dicen las cifras, que muestran un deterioro progresivo, incesante, de su economía desde mucho antes de la aparición de Chávez y Maduro en escena. Es una comprobación desagradable, pero cierta y no se la puede esconder debajo de la alfombra. El chavismo y su hiperinflación de dos millones por ciento –la nuestra fue de siete mil por ciento– es entonces el desenlace final de una larga historia de décadas de demagogia que desembocaron en la dictadura.
Fidel Castro ambicionó desde 1959 apoderarse del petróleo venezolano para exportar el castrismo a toda Latinoamérica, pero fue la demagogia anterior lo que hizo de Venezuela una presa fácil. No dudo de que la noche oscura de Venezuela terminará pronto. Pero temo que le ocurrirá lo mismo que a nosotros: una transición no a la democracia aún, sino de vuelta a la demagogia que incuba el autoritarismo y la recaída en la demagogia.
Nuestra democracia peruana de baja gobernabilidad –nuestra versión actual de la demagogia– se debe a que una grieta profunda en su arquitectura institucional: el equilibrio de poderes, tiene un diseño fallido. El Estado, entonces, no capaz de resolver los problemas de los peruanos y no garantiza ni la vida ni la libertad de sus ciudadanos y mucho menos la institución que es el cimiento de una economía: la propiedad.
Es hora de plantear una duda en voz alta. Me pregunto si existiría la dictadura en Venezuela si el petróleo no fuera de propiedad del Estado. Me pregunto también si habría existido la demagogia anterior a la dictadura si el petróleo no fuera de propiedad del Estado.
Y la pregunta se extiende a los recursos naturales del subsuelo en toda Latinoamérica. En el Perú, a los minerales bajo las tierras de las comunidades andinas, a los casos emblemáticos de Las Bambas, de Tía María y de Conga.
Ya es un lugar común decir que en Estados Unidos el subsuelo y todo lo que contiene es del propietario del suelo. El que encuentra petróleo en su patio llama a la empresa petrolera y ambos firman un contrato. Pero aquí el subsuelo es del Estado, que concesiona el recurso natural a una empresa. Es así desde que fracasó hace décadas en explotarlo directamente mediante una empresa estatal. No obstante, es quien firma el contrato con la empresa privada. El poseedor del suelo, en cambio, no es propietario tampoco del suelo. El Estado no garantiza su propiedad. No le extiende un título ni ninguno de los requisitos que le permitirían a la comunidad negociar con la empresa de igual a igual.
Desde el fracaso también de la reforma agraria cincuenta años atrás, la mayor parte de la tierra en el Perú sigue en un limbo, en la ambigüedad legal y en la incertidumbre. Más aún las tierras comunales. Y lo mismo el agua. Es un “patrimonio de la Nación”, pero sujeto a tutela. El Estado peruano no garantiza, pues, la propiedad ni de la tierra, ni del agua. Solo la del subsuelo, porque es de su propiedad. Que el agua, la tierra y el subsuelo estén sujetos a este régimen inicuo es lo que hace del Estado un botín que la demagogia y la dictadura se turnan en saquear.
Es urgente institucionalizar una política pública para el libre contrato entre las comunidades y las empresas. Una política de Estado que garantice la propiedad de la tierra y su puesta en valor con agua mediante una participación bien regulada en la renta de la explotación del recurso.
Solo cuando el Estado garantice la propiedad de los peruanos los recursos naturales bajo la tierra dejarán de ser el botín que la política saquea.