Deseos de Navidad
La última Navidad que recuerdo con mi padre se resume en una imagen que siempre me acompaña. Papá estaba sentado en su sillón con una cerveza en la mano mientras yo miraba por su ventana y empujaba la puerta para poder entrar. Entonces él sonreía y esperaba acortar esos dos metros de distancia que nos separaba. Esos eran los pocos momentos en que sonreía, por eso, quizás, el recuerdo se asentaba como una fuente para la memoria, a pesar de los años, y sin saber que sería la última vez que estaría frente a él.
Las Navidades habían sido una experiencia poco alentadora para quienes vivíamos en aquella calle que subía hacia uno de los cerros de Comas. La mayoría de los hogares se constituía de familias disfuncionales y, generalmente, en situaciones de incertidumbre y ansiedad. Sin embargo, a pesar de las carencias, siempre habría algo que alimentaba el alma, como decía mamá: estábamos juntos. Allá afuera, todo era distinto, pero a la vez caótico. Cada familia sobrevivía a la Navidad como podía y evitaba el contacto con los demás. No necesitaron una pandemia para alejarnos los unos de los otros, sino que ya ensayaban el distanciamiento y la necesidad del autoexilio con anticipación.
En casa, también nos alejamos de los otros, pero sabíamos que éramos una unidad resquebrajada y ausente para iniciar el ritual de medianoche. Después de las doce, mamá, mi hermano y yo bajábamos hasta la casa de papá para saludarlo mientras contábamos los deseos no cumplidos por un Santa Claus ficticio. No había ropa nueva ni juguetes y, muchas veces, tampoco cena para compartir. Esa caminata nos permitía mirar en las otras casas todo aquello que nos faltaba y todos los regalos que hubiéramos deseado en una niñez preocupada por otras necesidades que apenas podíamos entender.
En los últimos años ya no iba a casa de papá por obligación, sino por necesidad de verlo. Apareció, de pronto, el temor de que cada 24 de diciembre fuera el último. Entonces, los regalos dejaron de ser objetos y se convirtieron en abrazos o en una conversación que se extendía por horas. Un día papá ya no estuvo más para continuar esa conversación y solo entonces entendí que la lista de deseos se acortaba cuando aprendemos a crecer, cuando nos hacemos adultos y, sobre todo, cuando nos damos cuenta de que hay regalos más humanos que necesitamos con urgencia por encima de todo lo demás. Eso, quizás, era la verdadera Navidad.
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