Bogotazo diplomático
Entre el 15 y 16 de julio, Colombia convocó en Bogotá una cumbre atípica: la primera reunión del “Hague Group” dedicada a la guerra de Gaza. Allí, 32 países se unieron para debatir una respuesta coordinada frente a lo que califican de crímenes internacionales. Al final, 12 de ellos adoptaron seis medidas concretas que incluyen el cese del suministro de armamento, combustible y tecnología dual a Israel, la prohibición de que barcos ligados a estos recursos anclen o transiten por sus puertos, la suspensión de contratos públicos que favorezcan ocupación, investigaciones judiciales por presuntos crímenes de guerra, y el respaldo a la jurisdicción universal.
El liderazgo de Colombia bajo Gustavo Petro puso en evidencia el creciente protagonismo diplomático de actores del Sur global. Al hacerlo, Bogotá no solo alzó la voz en nombre de víctimas civiles, sino que también desafió la tradicional hegemonía de Occidente en asuntos de paz mundial.
Estas medidas, si bien firmes, carecen de mecanismos automáticos de aplicación y dependen de la voluntad futura de los países firmantes. Sin embargo, representan un paso político fuerte: por primera vez, un bloque de estados medianos busca armar un frente común frente a la agresión israelí, enviando un mensaje claro al sistema diplomático global.
Desde la perspectiva del derecho internacional, se trata de un movimiento significativo. La referencia explícita a la jurisdicción universal implica que estos países están dispuestos a investigar y enjuiciar crímenes de guerra sin importar dónde ocurrieron o quién los cometió. Esto podría crear un precedente importante en la construcción de una justicia internacional más efectiva.
No obstante, el éxito de la cumbre choca con varios desafíos. Por un lado, Estados Unidos se ha mantenido reticente, y potencias clave aún no se han adherido a las medidas. Por otro, la polarización política dentro de la ONU y entre coaliciones regionales podría limitar el impacto real del acuerdo de Bogotá.
A pesar de esto, el impulso evidencia que un grupo relevante de naciones —al menos en intención— quiere imponer límites concretos a una guerra devastadora. Lo que emergió de Bogotá no fue solo una declaración más, sino una aspiración a remodelar la diplomacia global: un multilateralismo distribuido, donde países medianos pueden generar efectos internacionales reales sin depender exclusivamente de potencias tradicionales.
Bogotá demostró que, en un mundo convulso, sigue siendo posible articular respuestas comunes desde “el Sur”. Pero para que esa diplomacia cobre impulso, deberán afrontarse retos: desde la implementación de sanciones hasta el mantenimiento del compromiso político a largo plazo.
La cumbre de Bogotá marca un antes y un después en el activismo político internacional. Más allá de sus medidas, este gesto refuerza la idea de que la responsabilidad frente a crímenes graves no recae solo en Naciones Unidas o en grandes bloques, sino en cualquier país dispuesto a actuar en defensa del derecho global.
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