Autonomía acotada
La renuncia de Pedro Chávarry no pone fin a este sainete. Ni siquiera es el fin de un capítulo. La trama política va a continuar. Aún está ahí, por ejemplo, el pedido de que todos los fiscales supremos –incluido Chavarry– dejen sus cargos. Bajo las reglas actuales, esto sería una interferencia constitucional en la autonomía del Ministerio Público. Así lo ha hecho saber la nueva jefa del Ministerio Público. El Gobierno parece haberlo entendido.
La clave, sin embargo, no está en la palabra interferencia, sino en el concepto de autonomía. Porque éste define los límites de la interferencia.
Autonomía es un término reverenciado en la arquitectura institucional de nuestra democracia. Pero es la adoración de un ídolo falso. Me refiero a la supuesta autonomía de los poderes del Estado y de los organismos constitucionales autónomos entre sí, como el Ministerio Público.
La autonomía es un enorme malentendido. Una sentencia del Tribunal Constitucional, a propósito de los gobiernos locales, estableció claramente años atrás que la autonomía no es autarquía, que la autonomía tiene lugar siempre y solamente dentro del ordenamiento general del Estado.
Pero nuestra idea de la autonomía nació mal. Tuvo un mal parto porque apuntaba a un fin mal pensado, subalterno. Surgió como un mecanismo para impedir la interferencia de unos poderes u organismos sobre otros para evitar, supuestamente, la corrupción y la politización de la justicia. Tamaño despropósito tenía que tener un mal fin. Como si la politización y la corrupción no pudieran venir igualmente de dentro de las instituciones.
La autonomía mal entendida es absurda por definición. Peor aún, al impedir la acción de unos poderes sobre otros, lo que se consigue es blindar a la corrupción dentro de cada institución.
Pero entre nosotros la seudo autonomía vino apoyada en el principio de una igualmente malentendida separación de poderes. Lo que importa tanto o más que la separación de poderes es el equilibrio de poderes (que los estadounidenses llaman checks and balances) que va un paso más allá de la mera separación de poderes. Paso que no estamos ni siquiera avizorando. Por eso es que no podemos sacar las lecciones correctas de lo ocurrido con el Ministerio Público y el Consejo Nacional de la Magistratura.
Los poderes del Estado no están solo separados, necesitan estar equilibrados entre sí, lo que supone por definición injerencia de unos sobre otros, pero de una manera acotada y dentro de una arquitectura cuidadosamente diseñada.
A eso se refería, por ejemplo, Emile Durkheim cuando hablaba de la transición de las sociedades de lo mecánico a lo orgánico. Las instituciones tienen una relación complementaria cuando son parte de un organismo funcional, no un mero agregado de instituciones con relaciones no normadas o mal normadas por celos respecto a su recíproca autonomía.
El equilibrio de poderes es un salto cualitativo respecto de la separación de poderes. Lo sabían hasta los filósofos del Estado Moderno. Pero ese salto indispensable no ocurre de manera mecánica. Pasa por la mente y la decisión humana. Este es el problema que no estamos resolviendo.
El sainete que hemos vivido por semanas en el Ministerio Público, que ha agotado la paciencia de los peruanos, no se detendrá hasta que las instituciones de la justicia se encuentren dentro de un único sistema de justicia y bajo la rectoría única de la Corte Suprema a la cabeza. Mientras tanto, esto seguirá siendo un yan-ken-po ridículo con reglas imposibles de retener entre seis jugadores en lugar de tres. La democracia peruana se seguirá autoengañando hasta que se rediseñem las relaciones entre los tres poderes del Estado.
Y esto comienza por definir bien el concepto de una nueva autonomía acotada.
Jorge Morelli
@jorgemorelli1
jorgemorelli.blogspot.com