Artista de los noventa
En una clase de Geografía en el último año del colegio, un compañero se atrevió a dibujar en la pizarra al profesor, antes de que este llegara a clases. Puso mucho empeño. Se esmeró en los trazos, miró con cuidado, calculando las sombras y los matices, y adoptó posiciones que seguramente había visto en las películas que pasaban los domingos en televisión. La situación era sumamente compleja e implicada dos situaciones concretas. Primero, que ello significaba una muestra de atrevimiento en una época donde las normas eran mucho más estrictas para los escolares, pero los rebeldes también abundaban para hacer valer su voz en medio del tumulto oprimido. Y, segundo, que ese acto representativo lo erigía como un artista, de esos que casi no había en un colegio público a fines de los noventa.
Nuestro artista, sin proponérselo, se adelantó a su época. De pronto, instaló una empresa de arte dentro del salón, donde todos los que no sabíamos dibujar contratábamos sus servicios para los mapas que nos pedían en Historia o las complejas representaciones de Biología. Por un precio mayor, incluso los coloreaba. La cuestión económica a fines de los noventa no era la mejor, además de los coches bomba y las torres caídas que nos dejaban sin luz, y nos obligaba a realizar las tareas con una vela o con una lámpara a kerosene. En esas épocas se crearon muchos artistas, una suerte de emprendedores que luchaban contra un sistema que los desplazaba. Y, precisamente, la educación era una de esas aristas que teníamos que superar. En aquel colegio público donde estudiábamos en medio del caos, emergía una conciencia de supervivencia, una especie de objetivo no resuelto que buscaba respuestas. A muchos nos faltaba algo que no podíamos precisar, pero que desnudaba nuestras carencias. Jamás hubiéramos imaginado una juventud con tantos privilegios como la de ahora.
Nuestro compañero, el artista, años después, se acomodó en el sistema que lo oprimía. No siguió su arte ni se dedicó, como muchos jóvenes de ahora, a la vocación que le hubiera gustado desarrollar por el resto de su vida. Se entregó, por el contrario, a un trabajo con horarios y con presupuestos que poco alcanzan hasta fin de mes. Su arte es otro. Ha aprendido el arte de ser un adulto y enfrentar los dibujos que ahora otros hacen de él, ya sea para burlarse o para demostrar el destino cíclico que a veces no logramos aceptar.
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