Amnistía y polarización
El Perú sufrió el peor fenómeno terrorista que América haya conocido. Frente a él, los tupamaros de Uruguay, los montoneros de Argentina, y el MIR de Chile, quedan como vulgares aprendices de delincuentes políticos. Nadie estaba preparado para enfrentar una cruel subversión que se mimetizaba con la población civil, y para combatirla, los ciudadanos de uniforme tuvieron que aprender de sus errores. Las agrupaciones de izquierda marxista fueron cómplices del terrorismo; desde las universidades públicas, con su prensa activista y grupos militantes como Socorro Popular, trataron de obtener rédito político del miedo que producían los coches bomba y asesinatos. Cuando cae Alberto Fujimori por pretender inconstitucionalmente su segunda reelección, esas agrupaciones tomaron el poder preocupadas por su futuro político; su solución fue la CVR y el falso relato de que los uniformados y los terroristas habían sido dos facciones de un conflicto armado y que el pueblo, la única víctima, había permanecido al medio, ajeno y neutral; abrieron entonces centenares de investigaciones a quienes habían participado en la lucha contra el terrorismo, magnificando algunos actos aislados de barbarie cometidos, en su mayor parte por oficiales jóvenes en respuesta emotiva e irracional, al asesinato de sus compañeros, en emboscadas a patrullas o asaltos a comisarías.
Si una patrulla, liderada por un teniente inexperto, había cometido una violación de derechos humanos, todo el batallón, desde los altos oficiales hasta la tropa, eran comprendidos en largos procesos y sentenciados, muchas veces quebrando los principios generales del Derecho Penal. De ese modo fueron condenados quienes habían cumplido la orden de “asegurar el perímetro” sin saber lo que iba a pasar; militares que simplemente se encontraban en lugares diferentes al de la comisión del delito, o que fueron señalados por “testigos”, colaboradores en realidad de los terroristas. Nadie exigió debido proceso para quienes habían sacrificado sus vidas por defender a la sociedad, y como de costumbre, nos dejamos llevar por la propaganda. Aun hoy en día, los jueces no se atreven a sentenciar procesos que llevan más de 30 años, con lo que obra en el expediente, como en su momento ordenó el Tribunal Constitucional en el caso El Frontón, pues tendrían que absolver por falta de pruebas y eso los expondría a la moledora de carne que manejan, en su beneficio, las ONG que han hecho de la aparente defensa de los derechos humanos una forma de enriquecimiento y de acción política. Ante esa realidad, se debió usar el antecedente de la Comisión Lanssiers para gestionar indultos caso por caso, mediante una comisión especial revisora que los recomendara cuando: 1. No había operado la prescripción, pese a que los hechos denunciados no constituyeron lesa humanidad; 2. Se había condenado sin haber probado la responsabilidad individual en el hecho delictuoso; 3. Se habría sometido a la persona a una investigación fuera de todo plazo razonable; 4. El condenado ha cumplido más de la mitad de la condena y por su edad, la pena ya ha perdido su finalidad esencial, la rehabilitación.
Advertimos en su momento que una ley de amnistía sería contraria a la jurisprudencia interamericana y que sería atacada por su generalidad, aunque en el caso peruano no implique impunidad, que es lo que la jurisprudencia quiere evitar. Hoy somos conscientes que el Sistema Interamericano de DDHH no siempre es imparcial y suele actuar como caja de resonancia de las ONG que lo financian. La aprobación de la ley de amnistía y la concertada rebeldía de los jueces agudizarán la polarización política en vísperas de una campaña electoral, y las consecuencias pueden ser gravísimas, pues se abren nuevos espacios al populismo extremo. Esperemos que el Tribunal Constitucional establezca, en su oportunidad, las condiciones jurídicas para el rescate de nuestros militares y policías injustamente maltratados, en el contexto de una interpretación leal a los principios y valores de la Constitución material.
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