Aguacerito cordillerano
En nuestros Andes, en las últimas semanas de noviembre, esperamos la bendecida lluvia; los primeros días de diciembre, el sembrío debería estar sonriendo a la nueva vida. Los días decembrinos se engalanan vistiendo un tenue verde que día tras día crece en intensidad; la tierra mojada embellece los primeros sembríos. Años atrás, lejos de las sequías, disfrutábamos de ese hermoso paisaje que nos acogía con cariño maternal. Los jóvenes, bajo ese cómplice manto, trabajábamos el campo y andábamos enamorando, confundíamos adrede a las primeras flores con las bellas muchachas del pueblo, quienes también disfrutaban de la ofrenda que la lluvia nos regalaba. Cantábamos
“Aguacerito cordillerano”, el hermoso himno que interpretaban Los Heraldos: “Aguacerito cordillerano / Ay, no me mojes cuerpo entero. / No tengo ropa con qué cambiarme, / no tengo casa dónde alojarme. / Tú irás cantando, yo iré llorando / sobre la escarcha, sobre la nieve. / Rayos y truenos no me detengan. / Vengo buscando a mi cholita que se ha perdido por estos lares”. Y nosotros robábamos las primeras sonrisas, los primeros besos y protegíamos, debajo de nuestros ponchos, a los primeros amores, agradeciendo a la lluvia por el cómplice silencio con el que permitía florecer a la inocente ceremonia de amar.
Estos días, nuestros Andes pintan de agreste gris, como si todos los males hubieran conspirado para que nuestros campos de cultivo agonicen y acepten la fiebre de la sequía como parte del vestido con que lleve el luto de la tragedia.
Y mis hermanos están sufriendo, llorando su mala suerte: “¡Ay, mamita, no llueve! No hay siembra, no hay forraje para nuestros animales, la tierra se va volviendo roca dura, oscura, el río se está secando y del cielo se han espantado las nubes. ¡Tayta diosito! ¿Qué vamos a hacer? ¿A dónde vamos a ir?”.
Para muchos no es tema de su interés y para otros qué importa lo que sucede en el campo. Si por casualidad se enteraran de tamaña tragedia, con toda seguridad, se culparían de inmediato a ellos mismos. Sin embargo, aquí todos tenemos responsabilidad. Con nuestro marcado desprecio por la madre naturaleza estamos destruyendo sus cauces normales cuyos efectos son los radicales cambios climáticos. Lamentablemente, nos da igual. Es hora de actuar, de cambiar nuestro comportamiento con la naturaleza, no vaya a ser que sea tarde cuando nos topemos con el trueno fulminante en el corazón, entonces ya será tarde, muy tarde.
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