Agonía en el cementerio Nueva Esperanza
La lluviosa mañana viste el camposanto con su lúgubre manto, oscureciendo el día. Para las familias, que acompañan los cortejos fúnebres, caminar por esos lares son apenas sangrantes heridas difíciles de suturar; es que las penas, que se llevan en silencio, duelen más y se agrandan a pesar de compartirlas entre todos. Apenas cruzas el portón principal, te topas con las agudas garras de piedras que se resisten a ser despojadas de sus cunas de vida, de su hogar, para dar paso a los nichos de desconocidos que al final serán quienes lo ocupen. Es que a veces no somos conscientes de que estos lugares son estados vivos de nuestro propio espíritu.
Camino a la última morada, el ataúd es llevado por quienes se hacen la idea, lejana o cercana, de que un día llegarán también a ese lugar en condiciones similares. El ataúd hace todo el esfuerzo para sobreponerse a las horas tristes e intenta hacer gala de una ficticia alegría brillando por efecto de insensibles esmaltes y pinturas al duco, como para buscar aplacar las lágrimas que poco a poco son más intensas que la tenue lluvia que arrecia en silencio. En la morada, de la tumba, que con horas de anticipación fue cavada en una de las laderas, las tierras extraídas, ese denso polvo, poco a poco terminan convertidas en un viscoso barro. El dolor de trepar las empinadas cuestas, el dolor de evitar la tierra resbaladiza, el dolor de tropezarse con las filudas piedras no detiene a nadie, porque el cuerpo del ser querido merece cristiana sepultura a pesar de que el Tayta Dios lo ha olvidado. Charles Baudelaire escribió que “Lejos de las sepulturas célebres, camino de un cementerio aislado, mi corazón, como un tambor cubierto de crespones, va redoblando una marcha fúnebre”. Por eso, en esos caminos los corazones laten como tambor destartalado.
En el cementerio de Nueva Esperanza acompañar a nuestros difuntos es un suplicio mayor al de Jesús camino al calvario; para llegar ahí se padece, se sufre, a veces se convulsiona, es que estos caminos están hechos a la medida de la indiferencia, a la medida de la pobreza. Pero se debe llegar ahí para dejar al ser querido y volver a casa con el corazón destrozado porque la vida continúa, tal como lo dijera el poeta Jorge Ángel Livraga: “Los peores cementerios no son los de los hombres muertos, los peores son los cementerios de sueños que tenemos en el corazón”.
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