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Fecha Publicación: 13/06/2025 - 22:10
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El pasado 7 de junio, el senador colombiano Miguel Uribe Turbay fue víctima de un atentado del que resultó gravemente herido, cuando se dirigía a sus simpatizantes en vísperas de un proceso interno de su partido, el Centro Democrático, para elegir a su candidato presidencial con miras a las elecciones de mayo de 2026.
“El ataque contra Miguel Uribe Turbay es un grave recordatorio de los capítulos más oscuros de la violencia política en Colombia”, declaró Juanita Goebertus, directora de la División de las Américas de Human Rights Watch, exigiendo a las autoridades celeridad en las investigaciones y demandando a la clase política “evitar el discurso político violento, garantizando la seguridad de todos los candidatos”.
Las investigaciones deberán esclarecer los móviles de este abyecto atentado y determinar quién o quiénes ordenaron a un sicario de apenas 15 años intentar asesinar al senador y precandidato presidencial.
Este hecho, que ha sacudido la política colombiana, debe servir también como advertencia para otros escenarios como el peruano, donde nos encaminamos a un proceso electoral en medio de un ambiente enrarecido por la violencia del crimen organizado, cuyas raíces, se afirma, provienen del narcotráfico y de la minería ilegal, actividades que han ido en aumento en el país.
Tanto Colombia como el Perú han sufrido experiencias similares de violencia. En el caso colombiano, el conflicto armado con grupos guerrilleros como el ELN, las FARC y el M-19 se extendió por más de 60 años, desde 1964 hasta 2016, dejando remanentes aún activos que rechazaron el Acuerdo de Paz. En el Perú, la barbarie de Sendero Luminoso y el MRTA marcó con sangre las décadas de 1980 y 1990, dejando una estela de dolor todavía presente, con remanentes en zonas como el VRAEM.
A partir de esas experiencias, surgieron discursos de odio que hoy representan una seria amenaza a la democracia. En ambos países, el narcotráfico también nutre la violencia delincuencial.
La expansión del crimen organizado adquiere dimensiones internacionales, con modalidades que cruzan fronteras. La creciente utilización de menores como sicarios resulta especialmente alarmante. Esto obliga a diseñar estrategias comunes, aprovechando la experiencia colombiana.
Colombia tiene una extensa historia de asesinatos políticos. Antes de las elecciones de 1990, en menos de ocho meses, tres candidatos presidenciales —Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez— fueron asesinados por cárteles y grupos paramilitares. Incluso la madre de Miguel Uribe, la periodista Diana Turbay, fue secuestrada en 1990 por el narcotraficante Pablo Escobar y murió en 1991 durante una fallida operación de rescate.
La política en democracia debe mantenerse al margen de la violencia criminal. Por eso es urgente que las autoridades peruanas adopten medidas eficaces para garantizar la seguridad de todos los candidatos rumbo al 2026.
Esto debería incluir una evaluación real de riesgos, planes de protección personalizados, refuerzo de la inteligencia policial y una mejor coordinación institucional para asegurar respuestas rápidas.
Tal como recomienda Human Rights Watch para Colombia, en Perú también es esencial garantizar que todos los candidatos puedan hacer campaña sin miedo ni violencia. La presencia de bandas criminales constituye una seria amenaza para nuestra democracia. No es un secreto que el narcotráfico y la minería ilegal ya han penetrado organizaciones políticas que buscarán llegar al Congreso —o incluso al poder ejecutivo— para legislar en favor de sus intereses.
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