Y no te has ido
El mal de nuestros tiempos es la normalización de la vileza, la corrupción y el cinismo. Se ha constituido en un fenómeno universal. Hay quienes, como el Papa Francisco, lo atribuyen a la codicia que la sociedad de consumo estimula. En su línea, otros responsabilizan al modelo de libertades obviando la cantidad de sinvergüenzas que, desde la prédica de la izquierda controlista, acumulan fortunas mal habidas o disfrutan las ventajas del capitalismo salvaje. Sobran nombres y ejemplos.
Ha dicho hace pocas semanas el cantautor catalán Joan Manuel Serrat, tras recibir el Honoris Causa de la Universidad de Costa Rica: “Es vergonzosa la corrupción que desde el poder se ha filtrado a toda la sociedad. Más que una crisis económica, diría que estamos atravesando una crisis de modelo de vida. Y, sin embargo, sorprende el conformismo con el que parte de la sociedad lo contempla, como si se tratara de una pesadilla de la que tarde o temprano despertaremos”.
Por eso también se afirma la vigencia de lo expresado alguna vez por el escritor británico Somerset Maugham: en tiempos de hipocresía, cualquier sinceridad parece cinismo. Hoy en el Perú, los cínicos invaden el discurso público con su sincero retorcimiento social, la vocación por el disparate, el odio y una mediocre lectura histórica. Pero los contemplamos y apenas resondramos sin que logremos colectivizar el rotundo puntapié cívico que los expectore de sus altas funciones.
El más patético de esta especie es el titular del Consejo de Ministros, Aníbal Torres Vásquez. Un individuo que desprestigia la senilidad majestuosa, sabia y prudente convirtiéndola en una caricatura de Gargamel. Sus antecedentes académicos y gremiales en el campo del derecho ya no avalan esta nueva biografía que construyó en los pasadizos del gobierno de Pedro Castillo. Las dilucidaciones sobre el acto jurídico las ha transformado en cursos acelerados de matonería, salvajadas, mentiras y estupideces como sus elogios a la obra pública de Adolfo Hitler.
Torres Vásquez creyó siempre que el cargo ministerial era el púlpito desde donde podía pregonar el conjunto de sus devaneos y las piezas más selectas de sus complejos personales. La última barbaridad de este pobre holograma oficialista ha sido la afrenta a las Fuerzas Armadas y Policía Nacional poniéndolas por debajo de quienes, bajo la aureola de ronderos, incurren en flagrantes actos delincuenciales.
Sin embargo, sigue ahí. El Congreso no lo toca. No arriesga la bala de plata. Ni Castillo lo remueve, pese a habérselo ofrecido a decenas de interlocutores, entre ellos al inefable cardenal de la iglesia católica. Como reza la célebre ranchera de José Alfredo Jiménez, Torres Vásquez está que se va y se va y se va, pero no se ha ido. Y en verdad no esperamos su amor, sino que aguardamos –muy pronto– su completo olvido.
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