¿Y después de Castillo qué?
Está claro que los aliados fundamentales de Pedro Castillo fueron y siguen siendo la mentira, el engaño y la desinformación dentro del contexto de una alevosa ignorancia, falta total de manejo de la cosa pública y rampante y vil corrupción.
Como llegamos a un nivel tan deleznable en el que el falso campesino del sombrero confunde a Ucrania con Croacia -seguramente por un sentido cacofónico de la política- y su exministro de Economía, Pedro Francke, ha señalado que no le entendía de la misma medida cuando trataban temas económicos (por cierto, como buen caviar, dijo esto después de que lo sacó del cargo).
Ocurrió porque la pandemia puso clamorosamente en evidencia la enorme Deuda Social que los gobiernos de las últimas décadas -todos coludidos con la corrupción y la incompetencia social- han dejado, provocando el invento de un outsider por parte de un electorado desinformado, harto de la violencia estructural y proclive a la demagogia comunista.
Tenemos que salir de Castillo y la mafia que formalmente encabeza. Pero no para retornar a más de lo mismo en un escenario cuyo centro de exhibición es precisamente el Congreso de la República con alta presencia de corrupción e inconsistencia como consecuencia de la conversión de gran parte de los partidos políticos en maquinarias electorales al servicio de lo que hoy llaman “dueños”.
Y a esa tarea, tan urgente como la de sacar al seudo prosor, debemos abocarnos: construir una gran conciencia nacional que, con sentido crítico, siente las bases firmes de una democracia con justicia social y sin corrupción con plena certidumbre de que la opción antisistema -que levantó vuelo con Humala- no es válida para la Revolución Pacífica que requiere el Perú con urgencia.
Más allá de las indispensables reformas que enderecen los entuertos dejados por la “reforma” pergeñada por Vizcarra con la asesoría de Tuesta Soldevilla, se requiere terminar con la caparazón plutocrática del quehacer político en donde “plata como cancha” se ha convertido hasta en una marca registrada mientras los ideales y los programas son meros vehículos de presentación para obtener los votos de un electorado de “desconcertadas gentes”, como diría Piérola.
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