Vigencia y obligatoriedad de la ley
Nuestra Carta Fundamental establece que la ley es obligatoria desde el día siguiente de su publicación en el diario oficial, salvo disposición contraria de la misma ley que posterga su vigencia en todo o en parte.
La vigencia y obligatoriedad de la ley son elementos esenciales del ordenamiento jurídico en un Estado constitucional, pues garantizan que toda norma —una vez aprobada y promulgada— sea válida, pública y obligatoria para todos. Su regulación no es solo un trámite formal, sino la expresión de principios como la legalidad, la publicidad y la seguridad jurídica.
La ley entra en vigor desde el día siguiente de su publicación oficial, salvo disposición contraria, asegurando así que los ciudadanos tengan acceso previo y razonable al contenido normativo, condición indispensable para exigir su cumplimiento legítimo en un marco de previsibilidad y transparencia.
Desde una perspectiva filosófico-política, la obligatoriedad de la ley se sustenta en la tradición del contrato social, que postula que los ciudadanos, al participar directa o indirectamente en la formación de las normas, deben respetarlas en la medida en que han sido dictadas conforme a procedimientos democráticos y principios de justicia. Como afirmaba Rousseau, las leyes obligan porque expresan la voluntad general.
Bajo esta lógica, la vigencia de la ley implica su integración plena en el sistema jurídico, pero también en el marco ético-político que legitima su acatamiento. Históricamente, la Constitución de 1933, en su artículo 132, y la Constitución de 1979, en el artículo 195, ya reconocían que la ley debía ser publicada para entrar en vigor, consolidando así el principio de publicidad como garantía de legalidad.
La Constitución vigente reafirma esta exigencia, estableciendo expresamente que la ley es obligatoria desde el día siguiente de su publicación, lo que impide la vigencia secreta o retroactiva de las normas, a menos que estas dispongan expresamente un inicio posterior. Esta previsión garantiza no solo el respeto a la certeza jurídica, sino también a los derechos fundamentales de los ciudadanos.
En este sentido, el derecho internacional de los derechos humanos también ha contribuido a reforzar estos principios. El artículo 9 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el artículo 11.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el artículo 15.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establecen que nadie puede ser condenado por actos que no eran delitos al momento de su comisión, reconociendo así el principio de legalidad penal, cuya expresión mínima implica la existencia de una ley previa, conocida y vigente.
Aunque estas disposiciones se refieren al ámbito penal, su lógica se proyecta al conjunto del ordenamiento normativo, afirmando la necesidad de que toda norma sea pública y aplicable solo desde su vigencia formalmente establecida.
Desde una perspectiva jurídica estricta, la vigencia de la ley implica su incorporación efectiva al ordenamiento positivo, mientras que la obligatoriedad define su fuerza normativa respecto de todos los destinatarios. La publicación oficial en el diario correspondiente es, en ese sentido, el acto jurídico que permite su oponibilidad general, asegurando que ninguna persona pueda excusarse de su cumplimiento alegando desconocimiento.
Este principio se enmarca en una concepción racional del derecho como sistema público, coherente y accesible, en contraposición a formas opacas o autoritarias de normatividad.
En conclusión, la vigencia y obligatoriedad de la ley no son solo mecanismos técnicos del derecho positivo, sino expresiones fundamentales del constitucionalismo democrático, que afirman la supremacía del principio de legalidad, la seguridad jurídica de los ciudadanos y el respeto al orden público racional.
En la medida en que toda ley debe ser conocida, publicada y claramente determinada en el tiempo, se garantiza no solo su aplicación legítima, sino también la confianza ciudadana en la estabilidad y previsibilidad del sistema jurídico.
Esta concepción fortalece la legitimidad del poder normativo, al vincular el acto legislativo con los derechos fundamentales y con la responsabilidad compartida de obedecer solo aquellas normas que han sido adoptadas conforme al derecho y con respeto a los principios de justicia y deliberación democrática.
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