Uribe condenado, la guerrilla en el poder
El fallo contra Álvaro Uribe, imponiendo 12 años de prisión domiciliaria por soborno en actuación penal y fraude procesal, marca un hecho inédito en la historia colombiana. Por primera vez un expresidente es condenado penalmente. Pero el caso no es una cuestión meramente legal o un veredicto individual. Está en juego una narrativa nacional que intenta ser reescrita: que quienes enfrentaron a la guerrilla hoy son perseguidos, mientras quienes empuñaron las armas contra el Estado gobiernan.
Durante sus mandatos (2002–2010), Uribe lideró una ofensiva frontal contra el terrorismo. Su política de Seguridad Democrática redujo el poder militar de las FARC y el ELN, rescató zonas dominadas por la insurgencia, restableciendo la autoridad estatal. A pesar de las sombras —falsos positivos o desmovilización de paramilitares—, para millones de colombianos significó vivir sin la amenaza constante de secuestros, atentados o desplazamientos forzados.
Hoy el país vive un juicio al revés. El expresidente que enfrentó al crimen organizado y las guerrillas recibe la pena máxima por sus delitos, mientras los responsables por crímenes de lesa humanidad —secuestros, asesinatos, rehenes, atentados contra civiles— son premiados con curules, poder y protección judicial. Ningún comandante de las FARC o del M-19, al que perteneció Petro, ha pasado un solo día en prisión por sus crímenes. En cambio, fueron reciclados como gestores de paz, legisladores y hasta presidentes.
La figura de Iván Cepeda, senador cercano a Petro, promotor del proceso contra Uribe, representa la transición de la violencia a la política, disfrazada de justicia. Cepeda, hijo del dirigente comunista asesinado por paramilitares, formó parte del equipo negociador con el ELN, defensor de una Asamblea Constituyente y de la “Paz Total”, estrategia que ha desencadenado la reorganización territorial de las disidencias de las FARC, fortalecimiento del ELN y expansión del narcotráfico.
En zonas como el Catatumbo, Arauca o el Cauca, los grupos armados operan con impunidad, desplazando comunidades, asesinando civiles con tecnología extranjera. El exguerrillero del M-19, hoy presidente Gustavo Petro, estrecha lazos con el régimen autoritario de Nicolás Maduro con pactos que promueven una zona binacional en regiones dominadas por el ELN y el Cartel de los Soles. Esta alianza en zonas estratégicas del narcotráfico, decidida sin debate popular, fue firmada mientras se enjuiciaba al referente de la oposición democrática.
El caso de Uribe no puede analizarse sin contexto. La sentencia no castiga una conducta discutible; se inscribe en una lógica de persecución política, donde el poder judicial es instrumentalizado para deslegitimar a quienes lucharon contra la violencia. La Fiscalía intentó archivar el caso dos veces por falta de pruebas, pero tras el nombramiento de una fiscal alineada al gobierno de Petro, fue reabierto. En cambio, el juicio por el caso Odebrecht contra Juan Manuel Santos, presidente, Premio Nobel y aliado de Petro, fue rápidamente anulado.
Esto consolida una narrativa perversa en la que el pasado criminal es premiado y el liderazgo criminalizado. Colombia no avanza hacia una reconciliación, promueve una inversión moral donde los verdugos son víctimas y quien defendió al Estado es presentado como delincuente.
La justicia, usada como arma política, no es justicia. Aplicada con saña para unos e indulgencia para otros, no juzga la conducta o los crímenes, sino la ideología. En esa Colombia, Uribe es culpable por lo que representa. Más allá de la sentencia, es una advertencia peligrosa para las democracias.
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