Una historia de libros
Tenía diecisiete años cuando publiqué mi primer libro de poemas, vivía en Trujillo. En aquel entonces creía que la poesía era un género fácil de vender, sin embargo la timidez propia de esa edad, hizo que no me atreva a ofrecer mis libros en Trujillo, sino en Piura.
El arraigo propio de quienes crecimos lejos de las ciudades, me impulsó a tener la seguridad que agotaría en mi tierra aquella publicación. Esperé el fin de semana y abordé un bus rumbo a Sullana, mi tío era sacerdote en Bellavista, su bendición me daría suerte para recorrer, primero, las casas de los escritores de la perla del Chira. Me despedí del tío Niles, directo al instituto del escritor Idelfonso Niño Albán, quien generoso me invitó a ingresar, salón por salón, para que ofrezca el libro a sus alumnos. No me atreví.
En aquel momento comprendí que lo mío no eran las ventas, no pude, me quedé sin palabras. Le agradecí a Niño Albán, y me fui. Antes, me dio una lista con algunas direcciones: la casa de Luz del Carmen Arrese, la óptica de Marco Parra, la empresa de una poeta de quien me reservo el nombre y la dirección de José Carrasco Távara, el político, recomendándome que le ofrezca el poemario a la esposa, quien seguro me compraría. Me envalentoné y visité, uno a uno, a los escritores.
Llegué a casa de Luz del Carmen Arrese quien generosa ni siquiera esperó que le ofrezca mi poemario, “¿me vendes cinco libros?”, tampoco pregunto por el precio. Yo le vendí los cinco emocionado y me despedí con la alegría de quién recibía un espaldarazo en su ingreso al difícil mercado editorial. Luego fui donde Marco Parra, el poeta preguntó por mi familia intentando buscarme parentela con otros escritores, me compró dos libros. Contento porque ya llevaba vendiendo siete libros fui a la empresa de quien seguro me adquiría un ejemplar.
La señora me miró de pies a cabeza, ojeó mis versos, los criticó con ese aire de quienes creen saberlo todo, me dijo que ella había publicado algunos títulos, que debería leerla, y que me deseaba suerte en mi aventura poética. No me compró ninguno. De nuevo la inseguridad, el temor de que tal vez mi libro no merecía lectores; perdí por un instante las ganas de continuar mi recorrido, pero me faltaba una dirección, quizá la esposa del político tenía la respuesta que necesitaba para no abandonar “mi aventura “. Pero temía, la duda se apoderó de mi voluntad.
Llegué a casa de Carrasco Távara, me paré en la esquina con todos los temores del mundo y justo cuando tuve el coraje de ir a tocar su puerta, una señora salió de la casa, seguro se trataba de su esposa, y la dejé ir, me quedé estático mirando cómo desaparecía al final de la calle. De pronto era yo bajo el sol inclemente de Sullana, mis libros en la mochila, y la sensación de no querer estar allí. Estaba a punto de marcharme y de nuevo se abrió la puerta. Un señor alto, fornido, me preguntó con cara de pocos amigos: “¿Qué se te ofrece, jovencito?”. No tuve ninguna duda de que se trataba del político y en una reacción que hasta ahora ignoro cómo sucedió, le dije: “Buenos días, su esposa quiere que le compre estos libros “, Carrasco Távara tomó mi libro entre sus manos, miró el índice, la foto de la contratapa, mi foto, me miró: “Tú lo has escrito”, me dijo. “Sí”, le respondí. “¿Cuántos te dijo que compre?”, preguntó. “Veinte”, le dije, sin entender qué estaba haciendo.
Carrasco Távara se metió la mano al bolsillo, sacó su billetera, y me entregó el dinero por los veinte libros. Agradecido, desaparecí de su cuadra rumbo a la iglesia de Bellavista. Le conté a mi tío, el sacerdote, mi tío hizo un gesto de reproche, me hizo la señal de la cruz: “Espérame tres misas”, pronunció. Pensé que era la penitencia por lo que había hecho. Luego de tres misas me obsequió un billete de cien soles, me dio un abrazo de despedida y me fui al terminal de buses. Quince años después, en casa del poeta Dimas Arrieta, me reencontré con José Carrasco Távara, quien al verme reconoció al muchachito de diecisiete que le hizo trampa con los libros. “Tú eres ese manaturaloso #@#&$#” y lanzó una carcajada que terminó en un efusivo abrazo.
Don Pepe Carrasco no lo supo, pero esa mañana, en Sullana, me entregó una lección de seguridad que todavía conservo y, aunque no fue la forma correcta, su reacción fue la más noble respuesta para ese adolescente que tuvo el privilegio de conocerlo cuando empezó su “aventura poética”.
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