Un país con futuro llamado Perú
Nuestro querido Perú es mágico. Lo tiene todo: biodiversidad, culturas milenarias, gastronomía reconocida, recursos naturales que generan envidia en cualquier país y, por supuesto, una población resiliente que sonríe incluso cuando sus autoridades le fallan más allá de toda duda razonable.
Con todo ello, podríamos proyectar nuestro futuro común como si fuera un informe de desarrollo sostenible de las Naciones Unidas. Los peruanos somos el mejor activo. Nos valoran por nuestra capacidad innata de emprendimiento, creativos hasta en la adversidad, y expertos en esquivar normas. ¿Por qué? Porque el derecho, esas normas dispersas que deberían proteger y empoderar a los ciudadanos, muchas veces termina siendo una barrera, cargada de requisitos previos o procedimientos complejos que limitan la acción individual.
Sí, una tautología legal lejana del conflicto de competencias y del protagonismo político que evidenciamos a diario. No sorprende que, según el INEI (2023), más del 70 % de la población económicamente activa esté en la informalidad. Eso no es pereza ni rebeldía, es puro instinto de supervivencia.
Como sostiene “El otro sendero” (De Soto, 1986), la economía informal peruana no es subdesarrollada, sino sofisticadamente excluida por un sistema legal que no fue diseñado pensando en las personas. Es teoría pura que no conecta con la realidad y, por tanto, no puede aplicarse.
Perú ha sido geológicamente privilegiado. Tiene cobre, oro, plata, zinc, gas natural, entre otros recursos. Es la tierra prometida de los elementos químicos. Pero extraerlos no es igual a distribuir sus beneficios. Lo formal e informal conviven, aunque lo ilegal quede fuera del radar institucional. Bendita “maldición de los recursos naturales”, estudiada por Sachs y Warner (2001).
¿Y el derecho, lo legal, el deber ser? Existen, pero fragmentados: leyes sectoriales, decretos de urgencia, reglamentos contradictorios y competencias repartidas sin coordinación. El resultado es un laberinto normativo que debilita nuestra brújula moral y jurídica.
Nuestra historia es rica, pero su enseñanza es pobre. Se transmite mal, se tergiversa, se recuerda a medias y se legisla peor. En vez de promover educación con identidad y lecciones propias, seguimos importando modelos y prácticas poco útiles. Marisol de la Cadena, en Indígenas mestizos (2000), revela lo evidente: el derecho peruano vive divorciado de sus raíces culturales.
Tenemos una gran excepción: la gastronomía. Resguardada por generaciones, al salir al mundo conquistó paladares con el ceviche, la causa, los anticuchos, la pachamanca, el ají de gallina, el rocoto relleno, la carapulcra, el lomo saltado, la ocopa y, por supuesto, la papa. Perú ha sido reconocido más de nueve veces como destino culinario líder por los World Travel Awards y actualmente alberga dos de los mejores restaurantes del mundo, según The World’s 50 Best Restaurants.
Este contraste genera un fenómeno curioso: amamos al Perú, pero desconfiamos del Estado. Nos sentimos orgullosos de nuestros recursos, pero indignados por la gestión pública. Celebramos la historia sin conocerla, sufrimos la informalidad, y disfrutamos de la comida como símbolo de unidad.
¡Qué rico es el Perú!
(*) Abogado, docente universitario, consultor legal
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