Un golpe contra el terror
En el Perú, hablar de cárceles es hablar de fracaso. Años de hacinamiento, corrupción y abandono han convertido a los penales en extensiones del crimen organizado. Desde dentro se extorsiona, se asesina, se dirige el terror. Literalmente, financiamos al enemigo.
Ante este escenario, se ha sustentado en la Comisión de Justicia del Congreso el proyecto de ley que propone el traslado de los reos de alta peligrosidad, sentenciados por los delitos de sicariato, extorsión, homicidio y otros, a las cárceles de El Salvador. La iniciativa legislativa plantea la suscripción de un convenio entre los gobiernos del Perú y El Salvador para viabilizar el traslado de los reos al país centroamericano.
Esta propuesta legislativa ha levantado polvo, pero trasladar a los reos más peligrosos a cárceles de máxima seguridad en El Salvador no se trata de turismo penal ni de lavarse las manos, se trata de enfrentar, con realismo y coraje, un problema que el Estado ya no controla.
La idea incomoda, pero parte de una premisa innegable: nuestras cárceles ya no cumplen su función. No reeducan ni contienen. Muchas veces, más bien, promocionan al crimen. Las bandas no solo sobreviven entre barrotes: prosperan. ¿Qué sentido tiene seguir fingiendo que todo marcha bajo control?
El Salvador, guste o no, ha desarrollado una infraestructura diseñada para lo que nosotros no podemos (o no queremos) hacer: neutralizar la operatividad criminal. Mientras aquí debatimos si un teléfono hallado en un penal es “casualidad” o “negligencia”, allá han entendido que el control del sistema penitenciario es clave para recuperar las calles.
¿Es esta propuesta una solución definitiva? No. Pero sí es una herramienta inmediata, realista y legalmente viable. El Estado peruano no renuncia a su soberanía ni a la administración de justicia. Lo que hace es admitir que necesita ayuda, y eso, en política pública, también es un acto de responsabilidad.
Por supuesto, esto no reemplaza una reforma integral del sistema penitenciario. Necesitamos cárceles dignas, personal capacitado, políticas de rehabilitación efectivas. Pero eso tomará tiempo. Y mientras tanto, ¿qué hacemos? ¿Seguimos mirando cómo las mafias planifican sus golpes desde Challapalca, como si nada?
Cada extorsión, cada crimen ordenado desde una celda, es una derrota del Estado. No es populismo exigir control. No es fascismo proteger a los ciudadanos. Confundir derechos humanos con impunidad ha sido uno de nuestros errores más costosos.
Es momento de debatir esta propuesta con altura, sin clichés ideológicos. No es una bala de plata, pero sí puede ser un punto de quiebre.
Porque si el crimen ya no teme ni a las cárceles, entonces hemos perdido el mínimo piso de autoridad. Y si seguimos permitiéndolo, seremos cómplices por omisión.
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