Ucronía
Observé la hora. Las ocho en punto de la mañana, tomé mi agenda y salí presuroso rumbo al Ministerio de Cultura. Estuve escribiendo toda la noche, aproveché para descansar durante esos 25 minutos de mi casa hasta San Borja. Tenía cita con Ricardo Ayllón, jefe de la dirección del libro y la lectura. Posteriormente me esperaba Jorge Luis Roncal, de la dirección descentralizada de cultura, una oficina que tenía a Hugo Noblecilla impulsando campañas en Tumbes, a Houdini Guerrero en Piura, Willian Guillén en Cajamarca, César Boyd en Lambayeque, Alberto Alarcón en La Libertad, Augusto Rubio en Áncash, todos coordinaban con tal efectividad que actividades presenciales y virtuales tenían miles de visitas, Urbano Muñoz en Ayacucho, Miuler Vásquez en San Martín, Carlos Reyes Ramírez en Loreto, todos legitimados promotores con experiencia en gestión, dinámicos, Hélard Fuentes en Arequipa, César Panduro en Ica, con el rigor de la experiencia y el vigor de la juventud; Antonio Moretti fue designado director del fondo editorial, el impecable Cosme Saavedra dirigía la oficina de planeamiento, Edwin Ugaz, la dirección de Patrimonio Histórico, Paco Tumi era el jefe del gabinete de asesores, Pamela Cueto estaba en Imagen Institucional, Sixto Sarmiento en la oficina de estadística y tecnologías de la información y telecomunicaciones; todo caminaba bien. Al fin el Ministerio de Cultura reunió a los protagonistas de una actividad postergada y silenciada durante décadas. Lejanos estaban aquellos días cuando en la gestión de Sonia Guillén sus funcionarios contrataban a pillos como Richard “Swing”, mientras la argolla que se había atrincherado en sus direcciones se hacía de la vista gorda.
Se recuperaron las piezas arqueológicas que misteriosamente retiraron de los museos con el cuento de las reparaciones. La caída de Guillén tuvo efecto dominó, uno a uno, quedaron expuestos al escarnio público. Lo merecían. Al fin el país de Manuel González Prada había recuperado su alma, el espíritu de su tradición. El día era prometedor. Si todo salía bien, Barranco tendría su I Feria Internacional del Libro. Cuando ingresé, me dirigí a una de las señoritas para que registre mis datos. Me pidió que espere unos minutos: ella me llamaría. Me senté frente a uno de los televisores. De pronto, en todas las pantallas, un video de Richard “Swing” me devolvió a la realidad. Las amebas continuaban allí.