Tumbes, 31 años después
En 1988 un policía, con su familia, llegó del valle de Cajamarca a Tumbes. Eran los días cuando los terroristas de Sendero Luminoso violentaron la tranquilidad de la cordillera y, en Lima, los cochebombas y la explosión de torres de alta tensión destruyeron la tranquilidad de una ciudad que jamás imaginó el color de masacre. Tumbes era la esperanza de aquel hombre que buscó no solo un páramo para sus últimos días de policía sino un buen lugar para entrenar a sus hijos. Así llegó a Cañaveral, capital del distrito de Casitas, provincia de Contralmirante Villar.
La primera escena que tengo de la primera mañana en el bosque seco tropical es al policía, a su esposa y a los cinco niños levantando el brazo derecho con el rostro mirando el cielo, para intentar calmar la hemorragia por los implacables 36 grados de temperatura. Tres años después, la familia estaba integrada a los rituales campesinos, el policía iba a regar su chacra, mientras sus hijos se encargaban de llevar agua y leña a casa. Sin embargo, una tarde, el mayor de los varones recibió un libro que le cambiaría la vida: una antología poética de Rubén Darío con quién descubrió que podía capturar los mensajes de la montaña. Por eso, cuando se enteró que en Tumbes había un poeta maestro de los escritores que empezaron a publicar durante los primeros años de la década del noventa, el adolescente viajó a la ciudad para conocer a aquellos que no solo leían en los recitales sino que además habían publicado en diarios y revistas.
Allí conoció a Rigoberto Meza Chunga, el maestro de aquellos jóvenes, a Hugo Noblecilla Purizaga, Aura Vega Olivos, George Ocampos Prado, Santiago Medina, Walter Flores Aguilar y Marco Cabrera Atoche. Con ellos aprendió a domar el asombro, a capturarlo en imágenes que debió pulir en su obsesión por aprender las herramientas con las que hizo del lenguaje la más puntual sus herramientas. Allí empezó todo: en Tumbes, en Contralmirante Villar, en Cañaveral, con el policía buscando un lienzo para su familia, otra distancia para entregarles un paisaje. Han pasado 31 años del día cuando el mayor de los varones conoció a Rigoberto Meza Chunga.
Por eso ahora cuando le quedan cuatro minutos para enviar su columna al diario, le escribe estas palabras con la intensidad de aquel abrazo que nunca pudo darle para agradecerle los libros, el primer prólogo, la primera acción que le entregó seguridad a su escritura. Acaba de culminar el II Coloquio Latinoamericano de Literatura, organizado por la Universidad Nacional de Tumbes. Ha sido una gran alegría volver a estrechar la mano de Aura, de Marco, de Hugo. Volver a Tumbes, con mi compañera Gisella, con Omar Aramayo (Perú), Hugo Francisco Rivella (Argentina), Jorge Palma (Uruguay), Amanda Durán (Chile), Gabriel Chávez Casazola (Bolivia), Yirama Castaño Güiza (Colombia) Elijames Moraes (Brasil), y reencontrarme aquí con Roberto Rosario y Heriberto Tejo, es culpa también suya.
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