Sucesión presidencial
Nuestra Carta Fundamental establece que, por impedimento temporal o permanente del Presidente de la República, asume sus funciones el Primer Vicepresidente; en defecto de este, el Segundo Vicepresidente; por impedimento de ambos, el Presidente del Congreso; si el impedimento es permanente, el Presidente del Congreso convoca de inmediato a elecciones. Cuando el Presidente de la República sale del territorio nacional, el Primer Vicepresidente se encarga del despacho; en su defecto, lo hace el Segundo Vicepresidente.
En el constitucionalismo republicano, la institución de la sucesión presidencial cumple una función capital: preservar la continuidad del Estado, asegurar la gobernabilidad y proteger la legitimidad democrática cuando sobreviene un impedimento del titular del Ejecutivo. La sucesión no es un simple protocolo administrativo, sino una expresión normativa del principio de estabilidad institucional y de la soberanía popular, en tanto permite que el mandato conferido mediante sufragio no quede suspendido ni vulnerado ante circunstancias excepcionales.
El diseño constitucional peruano establece un orden de prelación para ejercer la Presidencia de la República ante un impedimento temporal o permanente del jefe de Estado. Esta previsión normativa responde a una lógica de garantía del sistema, más que a una mera sustitución de personas. El Vicepresidente no es una figura decorativa, sino un agente constitucional cuya función cobra relevancia solo cuando el equilibrio de poderes se ve amenazado por la ausencia del Presidente. Y, si también se produce el impedimento de ambos vicepresidentes, la presidencia del Congreso asume la conducción interina, con el mandato imperativo de convocar de inmediato a elecciones generales en caso de impedimento permanente.
Desde una perspectiva histórico-constitucional, la sucesión presidencial ha estado presente en las principales Cartas peruanas. La Constitución de 1933, en sus artículos 146 y 147, contempló con claridad esta figura, delimitando el rol del Vicepresidente como reemplazo ante diversas contingencias. La Constitución de 1979, en su artículo 208, siguió esta misma línea, introduciendo matices que fortalecieron la vocación garantista del régimen presidencial. La Carta de 1993, manteniendo esta tradición, reafirma la importancia de prever mecanismos de alternancia legítima dentro del marco del respeto institucional.
Desde un enfoque filosófico-político, la sucesión no solo es un instrumento de previsión jurídica, sino una salvaguarda ética del poder. La democracia no puede depender de la voluntad o salud de una sola persona. Como enseñaba Montesquieu, las repúblicas deben fundarse sobre la virtud y el equilibrio, no sobre la arbitrariedad. En ese sentido, la sucesión ordenada evita el vacío de poder, previene la anomia institucional y garantiza que los órganos estatales funcionen bajo el imperio de la ley.
Este diseño sucesorio debe interpretarse conforme al bloque de constitucionalidad, en especial a los estándares internacionales de protección de los derechos políticos. El artículo 23 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el artículo 21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos y el artículo 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos reafirman que toda persona tiene derecho a participar en la dirección de los asuntos públicos y a ser elegida en condiciones de igualdad. En esta línea, la sucesión debe respetar la voluntad popular y preservar el mandato originario del pueblo.
Por otro lado, el artículo 6.b del Convenio 169 de la OIT recuerda que los pueblos indígenas deben ser consultados en caso de medidas que los afecten, lo que implica un deber de prudencia en escenarios de sucesión en regiones con alta diversidad cultural y política.
En conclusión, la sucesión presidencial es una institución clave del constitucionalismo democrático. Garantiza que el poder del Estado no se vea paralizado por contingencias individuales y que la legalidad prevalezca sobre la incertidumbre. Lejos de ser un simple mecanismo procedimental, es una manifestación concreta de la racionalidad jurídica, de la cultura de la estabilidad y del respeto por el principio democrático. En el Perú, su aplicación debe mantenerse dentro del marco del respeto al Estado de derecho, evitando todo intento de manipulación o captura del poder a través de figuras transitorias que desnaturalicen su verdadero sentido institucional.
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