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Sin justicia no hay democracia

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Fecha Publicación: 28/06/2025 - 22:00
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En un hecho teatral, la fiscal suprema Delia Espinoza encabezó una vigilia con velas en las instalaciones del Ministerio Público, en protesta por la reincorporación de Patricia Benavides como fiscal de la Nación, ordenada por la Junta Nacional de Justicia (JNJ). La escena, más cercana a un ritual simbólico que a una expresión institucional, marcó uno de los momentos más caóticos en la historia reciente del Ministerio Público.
Tras varios días de desconcierto, el Poder Judicial, PJ, resolvió suspender a Benavides por 24 meses, respaldando así la apelación presentada por Espinoza. Durante ese breve e inverosímil lapso, para el PJ el Perú tuvo dos fiscales de la Nación en funciones, como si la lógica institucional hubiese colapsado. Ni en la película Matrix se habría imaginado un giro de tan imposible paralelismo.
Este episodio no puede entenderse sin el contexto de una feroz lucha por el control del Ministerio Público, en la que sectores del poder político —en especial aquellos ligados a la izquierda caviar— han buscado conservar influencia en la Fiscalía. Poco parece importarles la erosión de su legitimidad ante la ciudadanía, mientras se sepulta toda posibilidad de que se conozca la verdad sobre casos emblemáticos como Lava Jato, que sean vistos con transparencia y, al fin, los responsables tengan consecuencias proporcionales al daño moral y económico causado al Perú. La percepción pública es clara: la justicia no está al servicio del país, sino de intereses subalternos.
La historia enseña que ninguna democracia puede sostenerse sin un sistema judicial independiente. Cuando los fiscales se convierten en operadores políticos o empresariales, y los jueces actúan como cómplices del poder fáctico, el colapso institucional es cuestión de tiempo. Así ocurrió en la República de Weimar, donde durante la década de 1920 los tribunales trataron con indulgencia a los extremistas de derecha y con severidad a los defensores del orden democrático. Como señala el historiador Richard J. Evans, “los jueces no eran leales a la República, sino al viejo orden imperial”. Tras el fallido golpe de Estado de Adolf Hitler en 1923, fue condenado a una pena menor y liberado al poco tiempo. Esa justicia blanda no detuvo al totalitarismo: lo alimentó.
En Cuba, antes de que Fidel Castro consolidase su régimen, los tribunales ya habían sido debilitados. Luego, se instauraron “tribunales revolucionarios” sin garantías, se ejecutaron opositores sin debido proceso y se eliminó todo control constitucional. Desde entonces, la justicia en la isla ha sido un brazo del Partido Comunista.
El Perú atraviesa hoy una crisis que refleja esa misma amenaza. La Fiscalía está atrapada entre disputas internas, presiones externas y decisiones alejadas del interés nacional. El caso Lava Jato, lejos de ser un símbolo anticorrupción, es ahora ejemplo de impunidad. Fiscales incómodos fueron removidos, y los principales responsables, premiados con acuerdos complacientes.
Como advirtió el jurista Gustav Radbruch tras el nazismo: “Donde la ley injusta suplanta la justicia, el derecho deja de ser derecho”. Si no se reconstruye un sistema judicial autónomo y creíble, el Perú puede seguir el mismo destino de aquellos países que, al perder su justicia, perdieron su democracia.

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