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Silencio en la carpa

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Fecha Publicación: 31/01/2023 - 23:16
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Al caer la tarde del 5 de febrero de 1967, en el interior de la carpa de la localidad de La Reina en Santiago de Chile que había levantado para ofrecer sus espectáculos, Violeta Parra se disparó en la sien. Ya antes había intentado matarse dos veces, tomando barbitúricos y cortándose las venas. Picada de viruela y de otros males del alma de los que nunca pudo sanar del todo, eligió morir a seguir sufriendo. Me falta algo pero no sé qué es, decía. Buscó ese algo en muchas cosas y lo esperó en muchas esquinas, pero no lo encontró. Concretó con su esfuerzo y recursos una carpa para mil personas que nunca pudo llenar y que, en ocasiones, albergó en funciones desoladas a no más de veinte personas.

Fue una compositora excepcional. Una de sus canciones es un verdadero himno a la vida, y otra, increíblemente, es su responso. Las dos definen su contradicción esencial, su íntima discordia.

La canción “Gracias a la vida que me ha dado tanto” es un himno que extiende el amor personal al universo entero. Dice Violeta desde sus ojos agradecidos: “Con ellos distingo lo negro del blanco/ y en las multitudes al hombre que yo amo”. Y lo mismo desde su oído que “graba noche y día grillos y canarios/ martillo, turbinas, ladridos, chubascos/ y la voz tan tierna de mi bien amado”. Y otro tanto desde lo suyo: “Me ha dado el sonido y el abecedario. Con él las palabras que pienso y declaro/ madre, amigo, hermano y luz alumbrando/ la ruta del alma del que estoy amando”. Y desde la marcha de sus pies cansados: “Con ellos anduve ciudades y charcos/ playas y desiertos, montañas y llanos/ y la casa tuya, tu calle y tu patio”. Y desde su corazón “mira al bueno tan lejos del malo, cuando miro el fondo de tus ojos claros”. Todo eso a partir de su risa y de su llanto: “los dos materiales que forman mi canto y el canto de todos que es mi propio canto.”

“Maldigo del alto cielo” es la otra canción, el miserere de la vida.

Los mismos ojos que maldicen los mismos cielos: “Maldigo los azulejos/ destellos del arroyuelo/maldigo del bajo suelo/ la piedra con su contorno/ maldigo el fuego del horno/ porque mi alma está de luto…” Y “a la nube pasajera/ la maldigo tanto y tanto/ porque padezco un quebranto… Maldigo cualquier emblema/ el cosmos con sus planetas/ la tierra y todas sus grietas/ porque me aflige un pesar… Al ave con su plumaje/ la maldigo a sangre fría/ porque me aqueja un dolor/ maldigo el vocablo amor/ con toda su porquería.” Y a cada maldición le sigue un estribillo, un hondo grito de desesperación y de angustia: “Cuánto será mi dolor”.

Somos muchas cosas y sin embargo una sola: bendiciones, maldiciones, júbilos, imprecaciones, oraciones, blasfemias, plegarias, gratitudes… y, alguna vez, perdones. Y en el fondo del fondo somos el ser con su misterio, su nada, su luz, su todavía.