Siempre nos queda París
Si el objetivo de la inauguración de las Olimpiadas París 2024 era quedar indeleble en la memoria de estos Juegos Olímpicos modernos, lo cumplió plenamente. Tan es así que a una semana de haber empezado la olimpiada, nadie habla de las lides deportivas sino de la inauguración. Quienes más comprometidos están en ello han sido y son los sectores religiosos católicos y protestantes que se han sentido ofendidos por la performance artística de la apertura, a la que consideran blasfema, demoníaca, irrespetuosa para sus creencias y grotesca.
Las críticas tienen varias punterías. La más sonada ha sido la supuesta representación blasfema de la Última Cena, el fresco de Leonardo da Vinci ubicado en Santa María Delle Grazie, en Milán. Seamos objetivos. Los organizadores de la inauguración han afirmado que la bacanal representada no corresponde a una parodia del fresco de Leonardo, sino a “El festín de los dioses”, de Jan van Bijlert, expuesto en el museo Magnin, en Dijon, Francia.
Las diferentes voces religiosas han dicho que esto es un engañamuchachos, pues la pintura de Bijlert, del siglo XVII, es una burla de la Última Cena de Leonardo. Esto quiere decir que ya en el siglo XVII la obra de Leonardo y su tópico eran objeto de befa sin que la Iglesia la haya condenado, menos cuando se exhibe hoy en un museo. Es más, la Iglesia ha tenido una actitud bastante ambigua cuando se trata de arte, religión y moral.
Un caso interesante es el del gran pintor Caravaggio, cuyos modelos de santidad eran extraídos de los burdeles y callejones patibularios de Roma, a sabiendas de la Iglesia que se hacía de la vista gorda con tal de adquirir las sublimes obras de Caravaggio para sus galerías y pinacotecas.
Otra de las críticas de los sectores religiosos es una apología a la pedofilia. Esto porque en una de las performances, un hombre vestido con lycras bailaba con una niña a la que luego introducía a un grupo de otros hombres ligeramente vestidos. Sin embargo, cuando la Iglesia estaba en la cúspide de su poder, bendecía matrimonios reales entre niñas y niños de un promedio de edad de trece años con adultos e incluso con viejos, siendo la edad de “merecer” (maduro para tener relaciones sexuales) de las niñas los quince años.
Los príncipes protestantes y su iglesia no se quedaban atrás. El mundo ha dado vueltas, sin duda. Por eso es importante ser cuidadoso con las descalificaciones fuera de época y las críticas de hoy deberían estar acompañadas por la autocrítica por el ayer. La promoción de la homosexualidad es otra de los objetos de valoración de los sectores mencionados. El problema con esta es que no contempla que la cuna de la promoción de la homosexualidad entre hombres adultos y jóvenes es precisamente Grecia (“el amor griego”), cuna a su vez de los juegos olímpicos.
Es más, los atletas olímpicos de la antigüedad competían desnudos. ¿Alguien no ha visto el discóbolo de Mirón? ¿Una invitación a la hipersexualidad? Quienes están promoviendo mucho más la homosexualidad son varios de los atletas que participan en la competencia olímpica, exhibiendo cuando ganan una medalla no la bandera de su país, sino el símbolo del arco iris, como el joven clavadista británico Tom Daley, quien fue ovacionado por su “familia” en la tribuna. Un caso distinto es el de María Antonieta.
La última reina de Francia, guillotinada en el Terror de la revolución, es un recuerdo sangriento de lo que fue un genocidio contra una clase social más digna de ser olvidada que exaltada por los propios franceses. Sin embargo, el desatino es mayor cuando muchas de las delegaciones de las olimpiadas son ciudadanos de regímenes monárquicos vecinos de Francia (el rey de España dio un respingo de horror ante la sangrienta cabeza decapitada de su ilustre antepasada).
En síntesis, la conclusión que podemos sacar de esta inauguración de París 2024 es que la dirección artística buscó recrear una obra de arte inspirada en otras. Y como toda obra de arte, no hay que buscar el sentido moral o religioso, sino si esta es buena o mala. Eso es todo.
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