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“¿Sí? No me acuerdo”

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Fecha Publicación: 25/07/2025 - 22:50
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En un país donde la élite está podrida y ha dado el peor ejemplo con el caso Lava Jato, ¿qué podemos esperar de nuestras pasajeras autoridades? Hay historias del poder inmutable y fáctico que parecen contadas por una mosca sobre el guano.
Tomemos al caballero que decidió pasarse la ética por la corbata. Investigado, negó todo con cara de póker, hasta que las pruebas lo dejaron tan calato como a Adán en día de ventisca. Entonces cantó como canario, hundió a muchos y se salvó. Nadie le preguntó dónde estaban los millones robados, ni los sobrecostos, adendas y etc. Y él no dijo nada, no iba a dormir en una celda sin minibar ni Wi-Fi. ¡Ño!
Era un “niño bien”, educado en el arte de sonreír mientras se apuñala con buenos modales. Ser accionista de un grupo de medios era su paraguas de impunidad. Pero, ¡ay!, la decencia corporativa de un sector le arruinó la fiesta: en una junta, le pidieron el divorcio accionario por haber mancillado el buen nombre de la familia y el grupo. ¿Y qué hizo nuestro rubicundo héroe? Se adelantó, informó que transferiría las acciones a su esposa e hijas. ¡Vaya acto de amor! Una bomba de plutonio en papel floreado y con lazo.
Sus votos fueron computados a su favor: él, su familia, y quienes lucraron con su constructora manchada. Y así, por apretada aritmética corrupta, ganó. El truco fue aplaudido con entusiasmo por los mismos que luego tuitean frases de Churchill sobre la integridad y después les viene el “no me acuerdo” (de ese día, por supuesto).
En el antiguo medio permanece un joven y valiente director que lo llamó en una columna “delincuente confeso”, evitando que se convierta en un feudo de complicidad. Para muchos, la decencia es un anatema, y la impunidad un valor empresarial. El cinismo en aquella junta llegó al punto de oírse aplausos como si se hubiera salvado el honor familiar revolviéndose en una cloaca.
“El precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores hombres”, dijo Platón. También podría decirse: el precio de desentenderse de la ética es ser dirigido por accionistas que no distinguen entre una empresa y lo que deja una mula tras su digestión.
Hay accionistas que no se escandalizan, bostezan, atacan; disfrazan su cobardía de prudencia, su silencio de estrategia: venden su dignidad por Yape o Plin, obtienen un puestito, una fotito, un petit pan. Se les ve felices, como mucamas, orgullosos de haber sido invitados al banquete a recoger las migas.
Y mientras tanto, la decencia —esa especie en extinción— resiste. Callada, sí, pero intacta, como una espina. Ve cómo un hombre que lo tuvo todo decidió renunciar al currículum para abrazar el prontuario. Y cómo un grupúsculo, con un juego tramposo de sumas, prefirió salvar a un delincuente que a su legado. Y al no castigar al que saqueó al país, son cómplices, funcionales al crimen, aunque hagan de extras o de felpudos. Hay quienes se prostituyen sin despeinarse. La psicología lo llama disonancia cognitiva: saber que algo está mal, pero justificarlo para no sentirse mal uno mismo. Pero esto va más allá, es haber perdido el sentido del bien.

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