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Sermón de los 90 minutos

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Fecha Publicación: 11/10/2024 - 20:40
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Escucho al sacerdote de las Nazarenas fungiendo de irreverente comentarista deportivo, dándole recomendaciones a los aliancistas y haciendo una crítica sacrílega por haber perdido el título el año pasado en Matute. De algo está seguro este ciudadano, que si se aleja de la iglesia o renuncia a sus sagrados juramentos, podría ser recluido en algún programa televisivo o radial para que se despache a su regalado gusto como lo hace en el púlpito. Fue incisivo y casi despiadado cuando se refirió a los 80 años que acumulaban Guerrero y Barcos como figuras principales del cuadro victoriano que, sin duda, necesita de una bendición a muy corto plazo porque todo parece indicar que no habrá santo que lo salve de perder también este año la corona de la Liga 1. O sea que ni sus piadosas e íntimas oraciones ante el Señor de los Milagros surtirán efectos, o dicho en otra forma, harán que la realidad sea otra. Pero los temas sacerdotales o religiosos no son nada nuevo en nuestro medio, claro está que hay que tener mucha memoria o, en todo caso, revisar lo que consignan las “sagradas escrituras” en el fútbol peruano para traer al presente lo que ocurrió en la década del 70 en nuestro desvalijado balompié casero.
En esa década se jugaba la segunda división, también llamada torneo de ascenso, en el que aparecían clubes de “alta gama” como Deportivo Municipal, Centro Iqueño, Ciclista Lima, Mariscal Sucre y otros que habían tenido una larga data en la división de honor, pero cuyos dirigentes, ciertamente alejados de una entera y responsable conducción, terminaban echando por la borda su historia y se exponían a perder todo CV. En medio de esos pasajes se instala en la segunda, supuestamente segunda profesional, el club Independiente Sacachispas y, haciendo eco de su particular nombre, seguramente importado del fútbol argentino, anuncia entre bombos y platillos, como eje de ataque, a un cura de apellido Cordero. Fue acaso un golpe publicitario que un campeonato, muy venido a menos, necesitaba con urgencia. Era, y fue, sin lugar a dudas, de los “jales” más comentados de la época, cuando el torneo lo disputaban diez equipos y su único y exclusivo campo de juego era el estadio San Martín de Porres. Aquel escenario solo tuvo llenos de bote en bote cuando el “Echa Muni” bajó, y con el cholo Ocsas y el emergente Hugo Sotil, el estadio vio repletas sus instalaciones con reventa incluida. Era capaz de llevar más público acaso compitiera el mismo día y en el mismo horario con el clásico en el Nacional. El curita, hasta donde recuerdo, jugó no más de algunos partidos y fue un fiasco su incorporación al plantel; llevó más público al templo cuando oficiaba temprano la misa de los domingos que cuando horas después se vestía de corto en el estadio santo.
Y aquello de la devoción en nuestro balompié es un tema cotidiano cuando vemos a los entrenadores con rosario en mano, como Gustavo Costas, u otros señalando al cielo y al Todopoderoso, como Jorge Fosatti. O esos vestuarios de Matute con la imagen del Señor de los Milagros en respuesta de su absoluta identidad con el Cristo Morado. Horas de rezo, pero no de resignación para muchos que aún están a la espera de un milagro y hacer que la temporada tenga un desenlace mucho más acorde con sus metas planteadas desde inicios de año. Aún así, no perder la fe, como dice el Cuto Guadalupe.

Por Bruno Espósito Marsán

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