Señales
Un hombre camina de la mano de su miedo y es como si toda la ciudad, toda la noche lo animara para que no se detenga, para que cruce el puente y sobre el precipicio dibuje las marcas de todos sus fantasmas; tal vez así aprenda que nadie tiene derecho a romperle la voz, su lengua que como la cola de un reptil se transfigura en la primera serpiente. “Tú eres un ángel”, repite y no puede evitar batir los brazos como señal de resistencia.
Un hombre tiene la dimensión de sus víctimas, el blanco de sus pieles, la agresión de los neumáticos que giran como ojos más allá del día o de la experiencia de tocar una mancha en el asfalto, y no hay fe, no hay himnos, sólo la letanía de un demonio que se conmueve con la soledad de los peatones mientras el vacío es un extraño puente sobre el que la noche se detiene para reclamarle, a sus manos, el luminoso malecón al que se enfrenta con la seguridad de que, más allá de la autopista, su corazón abre las puertas como un salvaje que se afirma con la neblina.
Un hombre ha visto la voz de un aparecido. Sus nervios son profundos espejos duplicándose con el pánico, con los intestinos de un alacrán, su lengua es un autobús lleno de gente increpándole, con idiomas extraños, por la recuperación de una metáfora que diga algo sobre la infancia, sobre los músculos de sus brazos.
Un hombre asiste al muelle en busca de algo que cure su adicción por coleccionar adjetivos, cráneos de pelícanos flotando encima de los peces como si acaso con la muerte el agua le devolverá el vigor, la poesía que se agita como un epiléptico mordiéndose la boca. Allí no hay nada, sólo un monstruo que observa el litoral, la costa verde, los tablistas que doman el mar, la opaca resistencia de las olas. La luz resplandece. La oscuridad también.